tag:blogger.com,1999:blog-75378421918920603122024-02-20T16:23:31.418-08:00MIS CUENTOS FAVORITOSDESCUBRE O RECUERDA AQUI A LOS MEJORES AUTORES DE TODOS LOS TIEMPOS.ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.comBlogger78125tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-22369834291601442182011-06-16T15:20:00.000-07:002011-06-16T15:22:52.534-07:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><span style="color: blue; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><strong>TE INVITO A QUE VISITES MI OTRO BLOG:</strong></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br />
</div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjO3_mSd98J4mVxQMNoQIT2nNTV7SBBy1TpWk5hrlKetjNvjD1Cdrd-TbUSNG59lNYY9aPal39q5W0G4VX0RYzA3RtaT__7OdK-4mqvLBhZd9vNMkOwHm2Y0tzG893_8sFCsjyYV18xHL5B/s1600/TECLAZO.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjO3_mSd98J4mVxQMNoQIT2nNTV7SBBy1TpWk5hrlKetjNvjD1Cdrd-TbUSNG59lNYY9aPal39q5W0G4VX0RYzA3RtaT__7OdK-4mqvLBhZd9vNMkOwHm2Y0tzG893_8sFCsjyYV18xHL5B/s1600/TECLAZO.jpg" t8="true" /></a></div><div style="text-align: center;"><strong><span style="color: blue; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif; font-size: x-large;">HUMOR POLÍTICO URUGUAYO</span></strong></div><div style="text-align: center;"><a href="http://teclazolimpio.blogspot.com/"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif; font-size: large;">http://teclazolimpio.blogspot.com/</span></a></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-54512636943831723242011-04-10T08:23:00.000-07:002011-04-10T08:23:43.025-07:00"ACCIDENTE FERROVIARIO" (Thomas Mann)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgXG7U-FLl9_LPCxlK8b4xmN9EIphrQ4VxyVxXJLAbS7NR4GjoWiI92Cpx5RjcFuvLDYFcUXcnpxvrnZAKcxlff572V8CxgkDbFNZJF9ns_HWZVNy-9I9yPaMhqhJll0LP8BwIiDVyHaUOS/s1600/Thomas+Mann.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" r6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgXG7U-FLl9_LPCxlK8b4xmN9EIphrQ4VxyVxXJLAbS7NR4GjoWiI92Cpx5RjcFuvLDYFcUXcnpxvrnZAKcxlff572V8CxgkDbFNZJF9ns_HWZVNy-9I9yPaMhqhJll0LP8BwIiDVyHaUOS/s320/Thomas+Mann.jpg" width="243" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">¿Hay que contar algo? ¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar algo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Una vez -de esto hace ya dos años- estuve presente en un accidente ferroviario. Todos sus pormenores parecen estar ante mis ojos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No fue un accidente de primera categoría, uno de estos clásicos “acordeones” con “docenas de personas desfiguradas” entre los hierros, etc., etc. No. Sin embargo, fue un accidente ferroviario auténtico, con todos sus requisitos circunstanciales, y, por añadidura, durante la noche. No todos han vivido un suceso como éste, y por esto quiero contarlo lo mejor posible. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me dirigía, en aquella ocasión, a Dresde, invitado por un grupo de amantes de las buenas letras. Era, pues, un viaje artístico y profesional, uno de estos viajes que no me disgusta emprender de vez en cuando. Al parecer, uno representa algo, ha entrado en la fama, la gente aplaude su presencia; no en vano se es súbdito de Guillermo II. Por lo demás, Dresde es una hermosa ciudad (especialmente su fortaleza), y tenía intención de pasar después diez o catorce días en el “ciervo blanco” para cuidarme un poco y quizá, si a fuerza de “aplicación” me venía la inspiración, para trabajar también un poco. Con este propósito había puesto mi manuscrito en el fondo de mi maleta, con mis apuntes, un inmenso legajo de cuartillas envuelto en papel de embalar de color parduzco y atado con un fuerte cordel que ostenta los colores bávaros. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me gusta viajar con comodidad, especialmente cuando me pagan el viaje. Utilizaba, por consiguiente, los coches-camas; el día antes había encargado un departamento de primera clase, y ahora me encontraba instalado en él. Sin embargo, tenía fiebre, fiebre de viajar, como me ocurre siempre en tales ocasiones, pues salir de casa sigue siendo para mí una aventura y en cuestiones de viaje nunca llegaré a estar completamente curado de espantos. Sé muy bien que el tren de la noche para Dresde sale todas las tardes de la Estación Central de Munich y llega a Dresde por la mañana. Pero, cuando viajo solo en tren y mi suerte está unida a la suya, la cosa se torna grave. Entonces no puedo sacarme de la cabeza la idea de que el tren parte aquel día exclusivamente para mí, y este error irracional tiene naturalmente como consecuencia, una excitación interna, profunda, que no me abandona hasta que no he dejado tras de mí todas las formalidades del viaje, el trabajo de hacer las maletas, el trayecto de casa a la estación en un taxi cargado de bártulos, la llegada a la estación, la facturación del equipaje, y hasta que no me sé definitivamente bien instalado y en seguida. Entonces, indudablemente, me entra una laxitud y bienestar en todo el cuerpo, el espíritu se interesa por otras cosas, la gran atracción de lo lejano se descubre tras la bóveda de vidrio y el corazón goza de la placentera espera. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Así sucedió también aquella vez. Había dado una buena propina al mozo que trajo mi equipaje de mano, y él había cogido satisfecho las monedas y me había deseado un buen viaje. Estaba yo entonces fumando mi cigarrillo de la tarde en el pasillo del coche-cama, recostado en una ventana y mirando el tráfago del andén. Se oían silbidos y chirridos de ruedas, carreras apresuradas, despedidas y el voceo salmodiado de los vendedores de periódicos y refrescos, y sobre todo este ajetreo ardían las grandes lunas eléctricas en medio de la neblina de aquella tarde otoñal. Dos forzudos mozos tiraban de una carretilla cargada de grandes maletas hacia la parte delantera del tren, donde estaba el furgón del equipaje. Reconocí mi maleta por ciertas señales que me eran familiares. Allí iba ella, una entre tantas, y en su fondo reposaba el precioso fardo de papeles. “Bueno, pensé... no hay por qué preocuparse, están en buenas manos”... Miren a ese revisor con bandolera de piel, frondoso mostacho de sargento de policía y mirada enfurruñada y alerta. Miren con qué brusquedad impone su autoridad a aquella anciana de mantilla negra y deshilachada, porque estaba a punto de subirse al vagón de segunda clase. Este hombre es el estado -nuestro padre- la autoridad y seguridad. No da gusto tener tratos con él, es severo, muy severo, muy áspero, pero puedes fiarte de él y tu maleta está tan segura con él como en el seno de Abraham. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un señor con polainas y gabán de entretiempo se pasea por el andén y lleva un perrito atado con una correa. Nunca vi un perrito tan mono. Es un dogo regordete, brillante, musculoso, con manchas negras, tan bien cuidado y gracioso como esos perritos que se ven a veces en los circos y que divierten al público corriendo alrededor de la pista con todas las fuerzas de su pequeño cuerpo. El perro lleva un collar de plata, y la correa de la que es conducido es de piel trenzada y de color. Pero esto no ha de asombrarnos si observamos a su amo, el señor con polainas, quien sin duda es de la más noble alcurnia. En un ojo lleva un monóculo que hace más severo todavía su semblante, y las puntas de su bigote se le levantan tercamente, dando a la comisura de sus labios y a su barbilla una expresión de despecho y firmeza. Dirige una pregunta al revisor de aire marcial, y aquel hombre simplón, que se da perfecta cuenta de con quién tiene que habérselas, le responde saludándolo con la mano en la gorra. Luego el caballero continúa su paseo, satisfecho de la impresión que causa su persona. Pasea seguro de sí mismo, metido en sus polainas; su rostro es frío, cáustico, y no se amedrenta ante hombres ni cosas. Es evidente que nunca ha experimentado la fiebre de los viajes; es para él una cosa tan normal y corriente que no le constituye ninguna aventura. Se encuentra como en su casa, tranquilo y sin miedo de las instituciones y los poderes, una sola palabra lo explica: es un caballero. Yo no puedo abarcarlo de una sola mirada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando cree que es hora, sube al tren (el revisor acababa de volverse de espaldas). Pasa por detrás de mí en el pasillo y, aunque choca conmigo, no dice “perdón”. ¡Qué caballero! Pero esto no es nada en comparación con lo que sigue. ¡El caballero, sin pestañear siquiera, se introduce en su departamento con el perro! Indudablemente esto está prohibido. ¿Cómo me atrevería yo, pobre de mí, a introducir un perro en un departamento? Pero él lo hace en virtud de sus derechos de caballero en la vida y cierra la puerta tras de sí. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El jefe de estación tocó su silbato, la locomotora respondió con el suyo, y el tren se puso suavemente en marcha. Yo me quedé todavía un rato en la ventana. Vi a los que se quedaban en tierra hacer señas con la mano, vi los puentes de hierro, vi las luces que oscilaban y pasaban... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Luego me retiré dentro del vagón. El coche-cama no estaba ocupado del todo; había un departamento vacío junto al mío, y, como no estaba arreglado para dormir, decidí acomodarme en él, para leer un rato con tranquilidad. Así pues, fui por mi libro y me dirigí allí. El sofá estaba forrado de seda color salmón, en una mesita plegable había un cenicero y la lámpara de gas producía una luz clara. Yo leía y fumaba cómodamente sentado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El encargado del coche-cama entra servicial, me pide el billete de coche-cama y yo se lo pongo en su ennegrecida mano. Habla con mucha cortesía -aunque por pura obligación-, omite darme las “buenas noches” -saludo estrictamente personal- y se va para llamar la puerta del departamento contiguo. Pero le hubiera sido mejor pasar de largo, pues allí estaba el caballero de las polainas, y de que el caballero no quería dejar ver a su perro, fuera que ya se había acostado, lo cierto es que se puso terriblemente furioso, porque se atrevían a molestarlo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y, a pesar del traqueteo del tren, percibí a través de la delgada pared el estallido irreprimido y elemental de su cólera. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Que pasa ? -gritó-. ¡Déjeme en paz... rabos de mico!</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Empleó la expresión “rabos de mico”, una expresión de buena sociedad, de señor y de caballero, que sonaba a cordialidad. Pero el empleado optó por ir a las buenas, pues, por fas o por nefas, tenía que comprobar el billete del caballero. Salí al pasillo para seguir mejor el incidente, y fui testigo de cómo, al final, la puerta del caballero se abrió un poco de empellón y el billete salió disparado a la cara del empleado, sí, le dio de lleno en la cara con fuerza y rabia. El empleado lo cogió al vuelo con ambas manos y, a pesar de que uno de sus bordes se le había metido en el ojo haciéndole saltar las lágrimas, juntó las piernas y saludó militarmente con las manos en la gorra. Algo perturbado, volví con mi libro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Considero que por unos instantes los inconvenientes y las ventajas de fumarme otro cigarro, y encuentro que no hay nada mejor. Así pues, me fumo otro mientras sigo leyendo entre el traqueteo del tren, y me siento a gusto e inspirado. El tiempo pasa, son las diez o las diez y media o tal vez más. Los pasajeros del coche-cama ya se han ido a descansar, y al final me decido a hacer lo mismo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me levanto, pues, y me dirijo a mi departamento. Es una alcoba pequeña, pero perfecta y lujosa, con tapices de piel estampada, perchas y una jofaina niquelada. La cama está arreglada con ropas limpias y blancas, y el cubrecama recogido en forma que convida a echarse.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">"Oh, gran era moderna -pienso-. Uno se mete en esta cama como si estuviera en casa, se traquetea un poco durante la noche, y he aquí que por la mañana se encuentra ya en Dresde".</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cojo mi bolsa de mano de la red para sacar mis útiles de aseo. Con los brazos extendidos la levanto por encima de mi cabeza. En ese preciso instante ocurrió el accidente. Lo recuerdo como si fuese ahora. Hubo una sacudida... Pero con “sacudida” se dice muy poco. Fue una sacudida que al instante se caracterizó por una manifiesta malignidad. Una sacudida odiosamente estridente. Y de tal violencia que mi bolsa salió disparada de las manos no sé a dónde, y yo mismo fui despedido contra la pared, resultando con las espaldas adoloridas. No hubo tiempo para reflexionar, pues a continuación siguió un espantoso vaivén del vagón, que, mientras duró, dio motivo suficiente para amedrentar al más pintado. Un vagón del tren se balancea en los cambios de vía, en las curvas cerradas, esto es normal. Pero aquel vaivén no dejaba a uno tenerse en pie, te lanzaba de una pared a otra y hacía prever que de un momento a otro íbamos a volcarnos. Pensé: "Esto no marcha bien, esto no marcha bien, esto no va bien de ninguna manera". Así, literalmente. Pensé además: "¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!" Pues sabía que si el tren se paraba se habría conseguido mucho. Y he aquí que a esta ardiente y callada orden mía el tren se paró.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Hasta aquel momento, en el coche-cama había reinado un silencio de muerte. Pero entonces cundió la alarma. Gritos estridentes de mujeres se mezclaron con roncas exclamaciones de sorpresa de hombres. Cerca de mí oí a alguien gritar “socorro”, y no había duda, era la misma voz que antes se había servido de la expresión “rabos de micos”, la voz del caballero de las polainas, sólo que desfigurada por el miedo. “¡Socorro!”, gritó, y en el instante en que yo salí al pasillo, donde se habían agolpado los demás pasajeros, salió bruscamente de su apartamento en pijama de seda y nos miró a todos con ojos extraviados. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Gran Dios! -gritó-. ¡Omnipotente Dios!</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y para anonadarse todavía más -y tal vez para evitar su completa aniquilación- añadió en tono suplicante: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Amantísimo Dios!...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero de repente volvió sobre sí y optó por ayudarse a sí mismo. Se precipitó en el armario empotrado en la pared, donde colgaban en previsión un hacha y una sierra, rompió de un puñetazo el cristal del armario, no tocó, sin embargo, los instrumentos -porque no llegó a alcanzarlos en el primer intento-. Se abrió paso a través de los viajeros congregados -con unos empujones tan furiosos que las damas, semivestidas, empezaron a chillar de nuevo- y se arrojó fuera del tren.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces experimenté los efectos de mi sobresalto: cierta sensación de flaqueza en las espaldas, una imposibilidad pasajera de tragar. Todo el mundo se apiñó alrededor del empleado de manos ennegrecidas, que había acudido también allí con los ojos enrojecidos: las damas, con los brazos y los hombros desnudos, forcejeaban con las manos a su alrededor. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Era un descarrilamiento -explicó el empleado- había descarrilado. Esto no era exacto, según se comprobó mas tarde. Pero he aquí que aquel hombre, bajo el efecto de las circunstancias, se sintió comunicativo, olvidó su calidad de funcionario -aquellos incidentes excepcionales le habían soltado la lengua- y nos habló con toda familiaridad de su mujer. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Yo había dicho a mi mujer: mujer, le dije, tengo el presentimiento de que hoy va a pasar algo.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">¡Toma! ¡Ya lo creo que había pasado! Desde luego, todos le dimos la razón. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Dentro del vagón se desprendía humo, una humeada espesa, no se sabía de dónde, y todos preferimos bajar y quedarnos en medio de la noche. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Para poder bajar, había que dar un gran salto desde el estribo de la plataforma, pues allí no había andén alguno y, además, saltaba a una legua que nuestro coche-cama había quedado atravesado e inclinado hacia el lado opuesto. Pero las damas, que se habían apresurado a cubrir sus carnes, saltaron desesperadas, y pronto estuvimos todos entre las vías. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Estaba todo muy oscuro, pero pudimos ver detrás de nosotros que no faltaba ningún vagón, aunque estaban igualmente atravesados en la vía. Pero delante... ¡quince o veinte pasos más adelante! No en vano la sacudida se había producido tan espeluznante. Allí adelante no había más que ruinas y escombros... Al acercarnos, vimos sólo los márgenes del siniestro, y las pequeñas linternas de los revisores de posaban errantes por encima. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Nos llegaron noticias; personas excitadas, de rostros descompuestos. Nos informaron de la situación. Nos encontrábamos muy cerca de una pequeña estación vecinal, próxima a Regensburg: por culpa de una aguja defectuosa nuestro expreso había entrado a una vía muerta, había chocado, lanzado a toda velocidad, con la parte trasera de un mercancías que estaba detenido allí. Lo había arrojado fuera de la vía, había destrozado sus vagones de cola y el mismo había sufrido graves desperfectos. La gran locomotora de nuestro tren (fabricada en la casa Maffei de Munich) estaba hecha un montón de chatarra. Había costado siete mil marcos. Y en los vagones de la cabeza, casi volcados, los asientos estaban en gran parte empotrados unos en los otros. No, gracias a Dios no había que lamentar desgracias personales. Se hablaba de una anciana que había "salido despedida", pero nadie la había visto. Todo lo más, los viajeros habían quedado sepultados entre maletas y bolsas, y el pánico había sido grande. El furgón del equipaje había quedado reducido a escombros. ¿Qué había pasado con el furgón? Que estaba destrozado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En éstas estaba yo.... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un empleado sin gorra corría de una a otra del tren: era el jefe de la estación, quien a gritos y entre lágrimas recomendaba a los pasajeros que guardaran disciplinas, despejaran la vía y entraran en los vagones. Pero nadie le hacía caso, porque no llevaba gorra y su actitud no inspiraba respecto. ¡Pobre hombre! En él recaía toda la responsabilidad. Tal vez aquel accidente representase el fin de su carrera y la ruina de su vida. No hubiese sido discreto preguntarle sobre los equipajes.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se acercó otro empleado cojeando. Lo reconocí por su mostacho de sargento de policía. Era el revisor, aquel revisor de mirada enfurruñada y alerta que había conocido aquella misma tarde, el estado, nuestro padre. Cojeaba encorvado, apoyando una mano en la rodilla, y no hacía más que quejarse de su rodilla.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">¡Ay, ay! -decía-. ¡Ay!</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Bueno, bueno, ¿qué pasa? ¡Ay señor! Me quedé cogido en medio de todo aquello. No podía respirar. ¡He tenido que escapar por el techo!</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquel “escapar por el techo” sonaba a reseña de prensa; desde luego, aquel hombre no empleaba con propiedad la palabra "escapar". No pensaba tanto en su accidente como en la reseña periodística de su accidente. Pero, ¿de que me servía esto? Aquel hombre no estaba en condiciones de informarme sobre mi manuscrito. Y me dirigí a un joven que venía sano y salvo del lugar del accidente, aunque muy serio y excitado para preguntarle sobre el equipaje.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pues verá, señor, nadie lo sabe...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Cómo está aquello?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y por su tono comprendí que debía alegrarme de haber salido con todos los miembros ilesos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Todo está revuelto. Zapatos de señora... -dijo con un salvaje acento de destrucción y arrugando la nariz-. Los trabajos de descombros nos lo dirán. Zapatos de señora. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En ésta estaba yo. Como un solitario en la noche, entre las vías, examinaba mi corazón. Trabajos de descombros. Trabajos para buscar mi manuscrito tenían que hacer. Probablemente estaría destruido también, despedazado, triturado. Mi colmena, la materia prima de mi arte, mi providente zorrera, mi orgullo y mi esfuerzo, lo mejor de mí. ¿Qué iba a hacer yo con aquellas condiciones? No tenía copiado aquello que existía, que acababa de ser ensamblado y forjado, que alentaba con vida y sonidos propios... Por no hablar de mis apuntes y estudios, de todo mi atesoramiento de material, recopilado, adquirido, recogido, extraído con penas y dolor durante años y años. ¿Qué iba a hacer? Examiné mi situación a fondo y saqué la conclusión de que tendría que volver a empezar desde el principio. Sí, con la paciencia de una fiera, con la tenacidad de un ser abisal, al que se le ha destruido la obra fantástica y complicada de su pequeña inteligencia, de su propia carne... tendría que volver a empezar desde un principio tras un momento de confusión y perplejidad, y, quizás esta vez resultará un poco más fácil... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero, mientras tanto, habían llegado los bomberos con antorchas que arrojaban una luz rojiza sobre los escombros, y cuando yo me dirigí hacia la parte delantera del tren para buscar el furgón de los equipajes, vi que estaba casi intacto y que no faltaba nada en las maletas. Los objetos y mercancías desparramados por el suelo pertenecían al tren de mercancías: había sobre todo una inmensa cantidad de ovillos de cordeles, que cubría una gran extensión de tierra. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me sentí aliviado y me mezclé con la gente que estacionaba allí charlando, haciendo amistades a propósito de aquel percance sufrido en común, fanfarreando y dándose tono. Parecía ser que nuestro maquinista se había accionado valerosamente y había accionado el freno de alarma en el ultimo instante, evitando así una catástrofe mayor. De no haberlo luchado así -se decía-, todo hubiese quedado irremisiblemente hecho un acordeón y el tren se habría precipitado por la gran pendiente que se abría a la izquierda. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">¡Magnífico conductor! No había aparecido por allí, nadie lo había visto; sin embargo, su fama se extendió por todo el tren y a todos lo elogiábamos en su ausencia. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y todos sentimos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero nuestro tren estaba en una vía que no le correspondía y, en consecuencia, era preciso asegurar las espaldas, para que otro tren no se le echara encima por detrás. Y así algunos bomberos se colocaron en el último vagón con hachones, e incluso aquel excitado joven que tanto me había asustado con sus “zapatos de señora”, había cogido también un hachón y lo blandía de un lado a otro haciendo señales, por más que no se veía ningún tren por los alrededores. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Poco a poco se fue imponiendo orden en medio de aquel desbarajuste y el estado -nuestro padre- logró hacer valer de nuevo su autoridad y prestigio. Se había telegrafiado y se habían dado todos los pasos oportunos: un tren de socorro procedente de Regensburg entró humeando cautelosamente en la estación, y cerca de los vagones siniestrados se colocaron grandes reflectores de luz de gas. Entonces nos hicieron desalojar las vías y nos indicaron que aguardáramos en el edificio de la estación en espera de ser reexpedidos. Cargados con nuestro equipaje de mano, y algunos con maletas, nos trasladamos, a través de una hilera de vecinos curiosos, a la sala de espera, donde nos apriscamos como pudimos. Y una hora después estábamos todos de nuevo distribuidos y colocados a la buena de Dios en un tren especial. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Yo tenía billete de primera clase (me habían pagado el viaje), pero de nada me sirvió pues todo el mundo prefirió acomodarse en vagones de primera, y estos compartimentos estaban todavía más llenos que los otros. Pero, una vez hube encontrado mi rinconcito, ¿ni más ni menos que el caballero de las polainas, aquel que tenía expresiones como la de “rabos de mico”, mi héroe. Pero no llevaba el perro consigo: se lo habían quitado -en contra de todos sus derechos de caballero- y lo habían metido en un oscuro calabozo situado detrás mismo de la locomotora, desde donde llegaban lastimeros aullidos. El caballero en cuestión poseía también un billete amarillo que no le servía de nada, y se quejaba y murmuraba, intentando provocar un levantamiento en contra del comunismo y en contra de la igualdad absoluta que se había instaurado frente a su majestad el accidente. Pero se levantó un señor y con toda lealtad le respondió:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Déjese de levantamientos y tenga la bondad de sentarse!</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y con una amarga sonrisa el caballero no tuvo más remedio que conformarse con aquella extraña situación. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero, ¿quién sube en estos momentos ayudada por dos bomberos? Una anciana, una abuelita con una deshilachada mantilla sobre la cabeza, la misma que en Munich estuvo a punto de subirse a un vagón de segunda clase. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Es de primera este vagón? -pregunta sin cesar-. ¿Es cierto que este vagón es también de primera? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y después que han confirmado su pregunta y se le ha hecho sitio, se deja caer en el acolchonado asiento de terciopelo con un “¡alabado sea Dios!”, como si por fin se sintiera segura. Al llegar a Hof eran las cinco y ya amanecía. Allí desayuné y tomé un expreso que me trasladó con tres horas de retraso.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Bien, pues este fue el accidente ferroviario que yo viví. Y con una vez me basta. Aunque los lógicos me hagan objeciones, espero, sin embargo, que tendré la buena suerte de no volver a encontrarme en un caso parecido.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-8925975718392219432011-04-04T12:33:00.000-07:002011-04-04T12:33:51.221-07:00"EL REGRESO" (Rafael Dieste)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjBpmNTRC_YilJKnXD-0vowLlNa-0we2Mx3LETCrTcNzA_KDGFPVx0Qd_2QCchOobDzSrTfgPtqSotGiZru5hQn2AfT0mb89SnWhBwr8l8kLpbXJtqyt2LBUPfc-tfhvyHrE-twEX1sOD8r/s1600/Rafael+Dieste.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" r6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjBpmNTRC_YilJKnXD-0vowLlNa-0we2Mx3LETCrTcNzA_KDGFPVx0Qd_2QCchOobDzSrTfgPtqSotGiZru5hQn2AfT0mb89SnWhBwr8l8kLpbXJtqyt2LBUPfc-tfhvyHrE-twEX1sOD8r/s1600/Rafael+Dieste.jpg" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sentada al amor de la lumbre, donde un pequeño fuego todavía se esfuerza en hacerle compañía, la vieja Resenda tiene fijo el pensamiento en lejanos recuerdos, y puede que en algún presagio que esa noche le espantó el sueño. A veces se mueve un poco, escucha, y en seguida retorna a su embeleso... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Le quedó el nombre de Resenda porque su difunto marido era el señor Resende, y también como un modo de guardarle respeto. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aún trabajaba el viejo cuando el mozo gallardo, su Andresiño, regalo de la casa, se fue en grey con otros, mordiendo un clavel, a tierras de Morería. Poco supieron decir de él los otros. Sí, lo habían visto por allá. Pero, debéis tener en cuenta... Allá no es como aquí. Millares y millares de hombres, una romería impresionante. Unos yendo hacia adelante, otros aguantando la sed en la cumbre de un cerro, o transportando los víveres... ¿Quién habla de muerte? Se sabría. Y venía entonces el tejer y destejer sospechas, conjeturas: casos de los que se pierden, de cautivos, de los que andan en secretas encomiendas. Con aquellas historias la ansiedad de los viejos se entretenía. Pero el tiempo corría... En fin, se dejó de hablar del asunto, y pronto el viejo perdió los ánimos y aquel amor a la tierra que levanta a los labradores. No duró mucho. Un día sintió frío y se encogió en el lecho con el deseo de un largo, infinito reposo, el rostro perdido en no se sabe qué lejano amanecer. Estuvo encamado una temporada, sin ningún deseo de hablar. Un día llamó a la compañera a su lado, le apretó la mano y, muy bajo, murmuró: No vuelve... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquella noche el viejo moría. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La vieja Resenda quedó sola, sola. Pero en su espíritu una palabra única se levantó para nunca más ser derribada. El viejo agonizante había dicho: No vuelve. Ella, con una seguridad hecha de anhelos y presentimientos, dijo: ¡Vuelve! Y esperó a lo largo de muchos inviernos... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un andar suave, amortiguado, se deslizó por el piso de arriba. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Después el portón de la cocina se abrió un poco, silencioso y cauto. Pero de repente se cerró y batió violentamente en el marco de perpiaño. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los sueños de la anciana huyeron. Con los ojos encendidos levantó la cabeza y se puso a escuchar... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Todo enmudece en la casa a no ser las pisadas blandas, leves. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Quién anda ahí? -gritó. Y su propia voz sin respuesta la llenó de extrañeza. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se sintió sola por vez primera, y como pasmada, todavía más que atemorizada, de aquella soledad. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Entonces comenzó a llamar al hijo como si estuviera allí adormilado, con la mira de espantar al ladrón, pero también para sentirse menos desamparada: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Despierta, perezoso, que anda gente por la casa! Coge esa hacha y corre a ese lobicán que viene a robar a los pobres. Para una corteza de pan que ha de encontrar en el horno es capaz de estrangularme. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La voz se le ovilló. Alguien parecía ahora empujar la puerta desde fuera con esa lentitud astuta de los gatos o del viento tramposo. Chirriaron de improviso los goznes, con un lamento de pereza importunada, y la puerta quedó franca. Allí, deteniendo el paso, como para dar tiempo a la madre para serenarse, estaba, erguido y alegre, el hijo de la vieja Resenda. El resplandor del pequeño fuego, que en aquel instante se avivó de súbito, relampagueó en su rostro. Era el de siempre... Los dientes, mozos, mordían todavía el clavel. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Alguna mujer que pasó volando junto a la casa, sintió gritar a la vieja el nombre de su hijo. Otros dicen que la sintieron hablar a deshora, y hasta canturrear mientras iba y venía. Otros (tiempo después) que un mendigo forastero, sospechoso, había estado espiando un ventanuco de la casa, encima de un emparrado, para ver dónde escondía la vieja unas onzas de oro que, según rumor corrido por la aldea, tenía costumbre de contar diciendo: Las guardé para ti, hijo mío. Pasé malos años, pero aquí están. Y se dice que ese mendigo nada pudo decir de semejante oro... Sí del terrible acontecimiento, y que fue a confesarse muy arrepentido. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al día siguiente -ya no calentaba el sol- los vecinos llamaron hasta hartarse en la puerta de la casa silenciosa. Finalmente decidieron, después de hablar en grupo con la alegría inconfesada de las alarmas insólitas, echar la puerta abajo. Por el hueco que abrieron los empujones del más corpulento se colaron todos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Muy pronto dieron con la vieja Resenda. A poco trecho del hogar la encontraron tendida en el suelo, con los ojos tan abiertos que no parecía que estuviese muerta. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">De Andrés nunca se supo. Todos dicen que fue comido por los cuervos en tierras de Morería.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-90107522430145760722011-03-21T07:53:00.000-07:002011-03-21T07:53:39.288-07:00"ME ENCANTA DIOS" (Jaime Sabines)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhNMZJyC3que4NlqgScZfyQSNhwcbpQuZeTw4vngjHckpxp-hCA_LkgP74ZcGYaKfUFR5gkVLsYovmcfs2NW3FRWDLdzJU4D_vQk3pE6V-1tkaJHrA3sbXj06lxl4O-9pbOC4kXB6LHvwLk/s1600/Jaime_Sabines2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="213" r6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhNMZJyC3que4NlqgScZfyQSNhwcbpQuZeTw4vngjHckpxp-hCA_LkgP74ZcGYaKfUFR5gkVLsYovmcfs2NW3FRWDLdzJU4D_vQk3pE6V-1tkaJHrA3sbXj06lxl4O-9pbOC4kXB6LHvwLk/s320/Jaime_Sabines2.jpg" width="320" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos. <br />
Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida - no tú ni yo - la vida, sea para siempre. <br />
Ahora los científicos salen con su teoría del Big Bang... Pero ¿que importa si el universo se expande interminablemente o se contrae? Esto es asunto sólo para agencias de viajes. <br />
A mi me encanta Dios. Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas. y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho frente al ataque de los antibióticos con ¡bacterias mutantes! <br />
Viejo sabio o niño explorador, cuando deja de jugar con sus soldaditos de plomo de carne y hueso, hace campos de flores o pinta el cielo de manera increíble. <br />
Mueve una mano y hace el mar, y mueve la otra y hace el bosque. Y cuando pasa por encima de nosotros, quedan las nubes, pedazos de su aliento. <br />
Dicen que a veces se enfurece y hace terremotos, y manda tormentas, caudales de fuego, vientos desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. Pero esto es mentira. Es la tierra que cambia- y se agita y crece- cuando Dios se aleja. <br />
Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer mas amada, el perrito y la pulga, la piedra mas antigua, el pétalo mas tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy. <br />
A mi me gusta, a mi me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-48922155163968982082011-03-20T16:17:00.000-07:002011-03-20T16:17:52.209-07:00"ANILLO DE HUMO" (Silvina Ocampo)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjyoK1yOFufxeUec5cc4NSj7NYOXd3YxWcx65vqNjZHP2y6HBBvLc02TV1n-gBTt4_QhKYaB5YH5IBb6AEMNrtDlIToEVHXWZYkPc9gAb3zFXOHCd8hPyM-x7A-2BWUSvbB644SevM6buyC/s1600/SILVINA+OCAMPO.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="290" r6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjyoK1yOFufxeUec5cc4NSj7NYOXd3YxWcx65vqNjZHP2y6HBBvLc02TV1n-gBTt4_QhKYaB5YH5IBb6AEMNrtDlIToEVHXWZYkPc9gAb3zFXOHCd8hPyM-x7A-2BWUSvbB644SevM6buyC/s320/SILVINA+OCAMPO.jpg" width="320" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Recuerdo el primer día que viste a Gabriel Bruno. El caminaba por la calle vestido con su traje azul, de mecánico; simultáneamente, pasó un perro negro que al cruzar la calle, fue atropellado por un automóvil. El perro, aullando porque estaba herido, corrió junto al paredón de la vieja quinta, para guarecerse. Gabriel lo ultimó a pedradas. Desdeñaste el dolor del perro para admirar la belleza de Gabriel.<br />
¡Degenerado! exclamaron las personas que te acompañaban.<br />
Amaste su perfil y su pobreza.<br />
Una tarde de Navidad, en la quinta de tu abuela, repartieron en las caballerizas (donde ya no había caballos sino automóviles), ropa y juguetes para los niños del barrio. Gabriel Bruno y una intempestiva lluvia aparecieron. Alguien dijo:<br />
Ese chico tiene quince años; no tiene edad para venir a esta fiesta. Es un sinvergüenza y, además, un ladrón. El padre por cinco centavos mató al panadero. Y él mató un perro herido, a pedradas.<br />
Gabriel tuvo que irse. Lo miraste hasta que desapareció bajo la lluvia.<br />
Gabriel, hijo del guardabarreras que mató no sé por cuántos centavos al panadero, para ir de su casa al almacén pasaba todos los días, con la esperanza tal vez de verte, por un callejón que separaba las dos quintas: la quinta de tu tía y la quinta de tu abuela materna, donde vivías.<br />
Sabías a qué hora Gabriel pasaba, galopando en su caballo oscuro, para ir al almacén o al mercado, y lo esperabas con el vestido que más te gustaba y con el pelo atado con la más bonita de las cintas. Te reclinabas sobre el alambrado en posturas románticas y lo llamabas con tus ojos. Bajaba del caballo, saltaba el zanjón para acercarse a Eulalia y a Magdalena, tus amigas, que no lo miraban. ¿Qué prestigio podía tener para ellas su pobreza? El traje de mecánico de Gabriel las obligaba a pensar en otros varones mejor vestidos.<br />
Hablabas a Eulalia y a Magdalena de Gabriel Bruno el día entero, en vano. Ellas no conocían los misterios del amor.<br />
Todos los días, a la hora de la siesta, corriste sola al callejón. De lejos brillaba la cinta de tu pelo como un barco de vela en miniatura o como una mariposa: la veías reflejada en la sombra. Eras la mera prolongación de tu sentimiento: el cirio que sostiene la llama. A veces, en el camino, se desataba el moño; entonces, colocando la cinta entre tus dientes, te recogías el pelo y volvías a atarlo, arrodillada en el suelo.<br />
Como tenía que haber un pretexto para que pudieras hablar con Gabriel inventaste el pretexto de los cigarrillos: llevabas plata en tu bolsillo, se la dabas a Gabriel para que fuera al almacén a comprarlos. Después fumaban, mirándose en los ojos. Gabriel sabía hacer anillos con el humo y te los soplaba en la cara. Reías. Pero estas escenas, tan parecidas a las escenas de amor, iban penetrando en tu corazón apasionado. Una vez unieron los cigarrillos para encenderlos. Otra vez encendiste un cigarrillo y se lo diste.<br />
Era en el mes de enero. Jubilosas las chicharras cantaban con ruido de matraca. Cuando volviste a la casa, oíste que tu padre hablaba con tu madre. Era de ti que hablaban.<br />
Estaba en el callejón, con ese atorrante. Con el hijo del guardabarreras. ¿Te das cuenta? Con el hijo del que mató al panadero por cinco centavos. Hay que ponerla en penitencia.<br />
Son cosas de chica, no hay que hacer caso.<br />
Tiene once años ya dijo tu madre.<br />
No se atrevieron a decirte nada, pero no te dejaban salir sola. Fingías dormir la siesta y en vez de correr al callejón, después de almorzar, llorabas detrás de las persianas o del mosquitero.<br />
Oíste, entre el casero y un ciclista, un diálogo insólito: hablaban de Gabriel y de ti. Dijeron que Gabriel se vanagloriaba en el almacén hablando de los cigarrillos que fumaban juntos. Decían que te había dicho palabras obscenas o con doble sentido.<br />
Te escapaste a la hora de la siesta, corriste al cerco, para perder tu anillo. Gabriel pasó a la hora de siempre. Fuiste a su encuentro.<br />
Vamos le dijiste- a las vías del tren.<br />
¿Para qué?<br />
Se cayó mi anillo al cruzar las vías ayer cuando fui al río.<br />
Verdad y mentira salían juntas de tus labios.<br />
Fueron, él a caballo y tú caminando, sin hablarse. Cuando llegaron a las vías del tren, él dejó su caballo atado a un poste y tú te arrodillaste sobre las piedras.<br />
¿Dónde perdió el anillo? te preguntó, arrodillándose a tu lado.<br />
Aquí dijiste, apuntando el centro de los rieles.<br />
Bajaron las señales. Va a pasar el tren. Salgamos de aquí exclamó con desdén.<br />
Quiero que nos suicidemos le dijiste.<br />
Te tomó del brazo y te arrastró afuera de las vías, justo a tiempo. Las sombras, la trepidación, el viento, el silbato del tren, con mil ruedas pasaron sobre tu cuerpo.<br />
Para Semana Santa, Gabriel te siguió hasta la iglesia. Lo miraste dentro del aire con incienso de la iglesia, como un pez en el agua mira un pez cuando hace el amor. Fue la última entrevista. Durante veranos sucesivos, lo imaginaste deambulando por las calles, cruzando frente a las quintas, con su traje de mecánico azul y ese prestigio que le daba la pobreza. </span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-87475307742734594582011-03-17T10:14:00.000-07:002011-03-17T10:14:00.219-07:00"EL ASALTO AL GRAN CONVOY" (Dino Buzzati)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiVgsZ271MogQj0Vdp5uC5P6uCpCJMeqegFBfwYZMYzF20gJQju2Hpmn_RWqpAfejY19HUi6NEykrGd2SG8OtB_zMw48dUmnVFo77bMhD4Ue-5tXY3hHB-9lINsNsgezVgsLJjZZz5sTn4M/s1600/Dino+Buzzati.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" r6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiVgsZ271MogQj0Vdp5uC5P6uCpCJMeqegFBfwYZMYzF20gJQju2Hpmn_RWqpAfejY19HUi6NEykrGd2SG8OtB_zMw48dUmnVFo77bMhD4Ue-5tXY3hHB-9lINsNsgezVgsLJjZZz5sTn4M/s1600/Dino+Buzzati.jpg" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Arrestado en un callejón de la ciudad y condenado solamente por contrabando -porque tuvo la suerte de no ser reconocido- Gaspar Planetta, capitán de bandidos, permaneció tres años en prisión. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al salir libre estaba muy cambiado. Consumido por la enfermedad, con una gran barba, parecía un viejo y no el famoso "capo brigante", el mejor tirador conocido, que no sabía errar un disparo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Con sus cosas en una bolsa, se puso en camino hacia el Monte Fumo, su antiguo reino, donde suponía que debían estar sus compañeros. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Era un domingo de junio cuando se internó en el valle donde estaba su casa. Los senderos del bosque no habían cambiado: aquí afloraba una raíz: allá una piedra que recordaba perfectamente. Todo estaba igual que antes. Como era fiesta, la banda debía estar reunida en su casa. Al acercarse, Planetta oyó voces y carcajadas. La puerta, a diferencia de sus tiempos, estaba cerrada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Golpeó dos o tres veces. Adentro se hizo un silencio. Después preguntaron: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Quién es? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Vengo de la ciudad -respondió- vengo de parte de Planetta. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Tenía pensado darles una sorpresa, pero en cuanto abrieron la puerta, se dio cuenta de que no lo reconocían. Sólo el viejo perro, el esquelético Tromba, le saltó encima con alegría. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al principio sus antiguos compañeros, Cosimo, Marco, Felpa y también tres o cuatro desconocidos, lo rodearon, pidiéndole noticias de Planetta. Les contó que había conocido al jefe en prisión; dijo que Planetta sería liberado un mes más tarde y que, mientras tanto, lo había enviado a él para saber cómo marchaban las cosas. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al rato, los bandoleros ya habían perdido todo interés en el recién llegado y lo dejaban con un pretexto cualquiera. Sólo Cosimo se quedó hablando con él, pero sin reconocerlo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y qué piensa hacer cuando vuelva? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Cómo qué piensa hacer? ¿Es que acaso no puede volver acá? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ah, sí, sí... yo no digo nada. Sólo estaba pensando en él. Las cosas aquí han cambiado mucho. Y él va a querer mandar todavía, se entiende... pero no sé... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué es lo que no sabe? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No sé si Andrea estará dispuesto... no va a querer. Por mí que vuelva, nosotros dos siempre nos llevamos bien. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Así supo Gaspare Planetta que el nuevo jefe era Andrea, uno de sus antiguos compañeros. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En ese momento se abrió la puerta de par en par y entró el propio Andrea, que se paró en medio del cuarto. Planetta recordaba un tipo alto y flaco. Ahora tenía delante una formidable estampa de forajido, con una cara dura y unos espléndidos bigotes. Tampoco lo reconoció. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Ah sí? -dijo a propósito de Planetta- ¿Y cómo fue que no consiguió fugarse? No debe ser demasiado difícil. También a Marco lo metieron adentro, pero no llegó a estar ni seis días. Tampoco a Stella le resultó difícil evadirse. Y en cambio él, que era el jefe, precisamente él, no hizo buen papel. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es que ya las cosas no son como antes -repuso Planetta con una sonrisa burlona- Hay muchos guardias ahora, cambiaron las rejas, jamás nos dejaban solos. Y además él se enfermó. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Mientras hablaba se iba dando cuenta que lo habían dejado afuera, comprendía que un "capo brigante" no puede dejarse capturar y mucho menos permanecer encerrado tres a cuatro años como un desgraciado cualquiera, comprendía que estaba viejo, que ya no había lugar para él allí, que su tiempo había terminado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Me dijo -prosiguió con voz cansada- Planetta me dijo que había dejado aquí su caballo, un caballo blanco que se llama Polak, me parece, y que tiene un bulto detrás de la rodilla. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Tenía, querrá decir, tenía... -dijo Andrea arrogante, comenzando a sospechar que era el propio Planetta el que tenía delante- Si el caballo se murió, no es culpa nuestra. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Me dijo- continuó con toda calma Planetta- que también dejó aquí su ropa, una linterna y un reloj- y sonriendo sutilmente se acercó a la ventana para que todos pudieran verlo bien. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y todos, en efecto, lo vieron, reconociendo en aquel viejo flaco lo que quedaba de su famoso jefe Gaspare Planetta, el mejor tirador conocido, que no sabía errar un solo tiro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sin embargo, ninguno habló. Tampoco Cosimo se atrevió a decir nada. Todos simularon no haberlo reconocido porque estaba presente Andrea, el nuevo jefe y lo temían. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y Andrea hacía como si no pasara nada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Nadie ha tocado sus cosas -respondió Andrea- deben estar por ahí, en algún cajón. De la ropa, no sé nada. Probablemente alguien la usó. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Me ha dicho- continuó imperturbable Planetta, aunque esta vez ya no sonreía- me ha dicho que dejó aquí su fusil, su escopeta de precisión. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Su fusil está aquí -dijo Andrea- y puede venir por él cuando quiera. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Me decía, siempre me decía: quién sabe qué trato le han dado a mi fusil, quién sabe en qué chatarra me lo encuentro convertido a mi regreso. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Yo lo usé algunas veces- admitió Andrea con cierto tono de desafío- pero no creo que por eso se haya estropeado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Gaspare Planetta se sentó sobre un banco. Se sentía afiebrado, cosa que solía pasarle; no mucho, pero lo suficiente para sentir la cabeza pesada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Dime -insistió, volviéndose a Andrea- ¿Me lo podrías dejar ver? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Adelante -respondió Andrea, haciéndole señas a uno de los nuevos integrantes de la banda- Ve, ve a buscarlo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un momento después le entregaron el fusil a Planetta. Lo observó minuciosamente, con aire preocupado y poco a poco, mientras acariciaba el caño, pareció serenarse. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Bien -dijo después de una larga pausa-... y también me dijo que dejó aquí las municiones. Lo recuerdo bien: seis medidas de pólvora y ochenta y cinco proyectiles. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Adelante- ordenó Andrea secamente- Tráiganle todo. ¿Hay alguna otra cosa? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Eso -dijo Planetta acercándose a Andrea con la mayor calma y sacándole de la cintura un puñal envainado- Todavía falta ésta. Su cuchilla de caza- y volvió a sentarse. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Corrió un largo y pesado silencio. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Bien... buenas noches- dijo por fin Andrea para hacerle comprender a Planetta que la entrevista había terminado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Gaspare Planetta levantó los ojos midiendo la poderosa corpulencia del otro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">¿Habría podido desafiarlo, enfermo y cansado como estaba? Se levantó lentamente, esperó que le dieran el resto de sus cosas, metió todas en la bolsa y se echó el fusil al hombro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Buenas noches, señores -dijo, encaminándose hacia la puerta. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los hombres quedaron mudos, paralizados de estupor, porque jamás hubieran imaginado que Gaspare Planetta, el famoso "capo brigante" pudiera terminar así, permitiendo que lo mortificaran impunemente. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sólo Cosimo consiguió emitir una voz extrañamente ronca: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Adiós, Planetta! -exclamó, haciendo a un lado toda simulación-. ¡Adiós y buena suerte! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta se alejó por el bosque, en medio de las sombra de la noche, silbando. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">*</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Eso le sucedió a Planetta, que ya no era más "capo brigante" sino solamente Gaspare Planetta, de Severino, del año cuarenta y ocho, sin residencia fija. Aunque, en realidad, dónde vivir tenía, una cabaña sobre el Monte Fumo, de troncos y piedra, en el medio del bosque, donde se refugiara una vez que lo perseguían los guardias. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta llegó a su cabaña, encendió el fuego, contó el dinero que tenía (podía alcanzarle para algunos meses) y comenzó a vivir solo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero una noche, mientras estaba sentado junto al fuego, se abrió de golpe la puerta y apareció un joven, con un fusil. Tendría unos diecisiete años. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué pasa? -preguntó Planetta sin siquiera levantarse. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El muchacho tenía un aire desenfadado, se parecía a él, Planetta, una treintena de años antes.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Está aquí la gente del Monte Fumo? Hace tres días que los busco. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El muchacho se llamaba Pietro. Explicó sin titubeos que quería unirse a la banda. Había vivido siempre vagabundeando y hacía años que tenía ese proyecto, pero como para ser bandolero debía contar por lo menos con un fusil, no había tenidos más remedio que esperar un poco; ahora había robado uno bastante bueno. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Llegaste a buen lugar; yo soy Planetta. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Planetta el capitán, quiere decir? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-El mismo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pero, ¿no estaba en prisión? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Allí estuve, por así decirlo -explicó irónicamente Planetta-. Estuve tres días: no tuvieron la suerte de retenerme por más tiempo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El muchacho lo miró entusiasmado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y ahora quieres que me quede contigo? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Quedarte conmigo? -dijo Planetta- Está bien, por esta noche duerme aquí, mañana veremos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los dos vivieron juntos. Planetta no desengañó al muchacho, lo dejó creer que seguía siendo el jefe, le explicó que prefería vivir solo y encontrarse con los compañeros nada más que cuando era necesario. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El muchacho lo creía poderoso y esperaba de él grandes cosas. Pero pasaban los días y Planetta no hacía nada, a excepción de cazar un poco. El resto del tiempo lo pasaba siempre junto al fuego. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Jefe -decía Pietro- ¿cuándo vamos a dar un golpe? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Uno de estos días- respondía Planetta- Llamaré a los compañeros y te sacarás el gusto. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero los días siguieron pasando. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Jefe- insistía el muchacho-. Supe que mañana pasará por el camino del valle un tal Francisco, que debe tener los bolsillos llenos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Un tal Francisco? -repetía Planetta sin demostrar interés- Lo conozco hace tiempo. Es un hombre astuto, un verdadero zorro: cuando viaja no lleva un solo escudo encima, de miedo a los ladrones. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Jefe- decía el muchacho-. Supe que mañana pasan dos carros de buena mercadería. Todos cosas de comer. ¿Qué dice, jefe? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿De veras? -respondía Planetta- ¿Cosas de comer? - y dejaba languidecer el asunto, como si no fuera digno de él. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Jefe- decía el muchacho- mañana es la fiesta de la ciudad y habrá mucho movimiento de gente, pasarán cantidad de carruajes y muchos regresarán de noche. ¿No tendríamos que intentar algo? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Cuando hay gente -contestaba Planetta- más vale no hacer nada. Hay gendarmes por todos lados los días de fiesta. No hay que fiarse. Precisamente fue en un día de fiesta que me capturaron. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Jefe -decía después de unos días Pietro- di la verdad, a ti te pasa algo. No tienes ganas de hacer nada. Ni siquiera de ir a cazar. No quieres ver a los compañeros. Debes estar mal, seguramente, ayer también tuviste fiebre. Siempre estás al lado del fuego. ¿Por qué no hablas claro? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Puede que no esté bien- decía Planetta sonriendo- pero no es lo que tú piensas. Si quieres que te los diga, así por lo menos me dejas tranquilo, es una estupidez fatigarse para embolsarse algunas pocas monedas. Si hago algo, quiero que valga la pena. Bien: he decidido esperar al Gran Convoy. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se refería al Gran Convoy que una vez al año, precisamente el 12 de setiembre, llevaba a la capital un cargamento de oro, todo lo recaudado por concepto de impuestos en las provincias del sur. Avanzaba entre sonidos de cuernos a lo largo del camino principal, custodiado por guardia armada. El Gran Convoy Imperial con el gran carro de hierro, todo lleno de monedas metidas en sacos. No había bandolero que no soñara con él en las noches tranquilas, pero desde hacía cien años nadie había logrado asaltarlo impunemente. Trece bandidos habían muerto, veinte estaban en prisión. Ya nadie pensaba en el Gran Convoy en serio; año tras año la recaudación de impuestos se hacía más grande y la escolta armada era reforzada. Iban soldados adelante y atrás, patrullas a caballo a los lados; los cocheros, los jinetes y los servidores, todos armados. Lo precedía una especie de avanzada con trompeta y bandera. Después venían veinticuatro guardias a caballo, armados con fusiles, pistolas y espadones, y enseguida el carro de hierro con la insignia imperial en relieve tirado por dieciséis caballos. Otros veinticuatro soldados en la retaguardia, otros doce a los lados. Cien mil ducados de oro, mil onzas de plata, destinados a la casa imperial. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El Convoy pasaba a galope cerrado. Luca Toro, cien años antes, había tenido el coraje de asaltarlo y le había ido milagrosamente bien. Era la primera vez: la escolta se asustó y Luca Toro pudo huir a Oriente y darse la gran vida. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Otros bandoleros lo habían intentado: Giovanni Borro, para nombrar algunos, el Tedesco, Sergio de Topi, el Conde y el Jefe de los treinta y ocho. Todos, a la mañana siguiente, aparecieron al borde del camino con la cabeza partida. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿El Gran Convoy? -preguntó el muchacho maravillado- ¿De veras quieres arriesgarte? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Sí, quiero arriesgarme. Si lo logro, estoy hecho para siempre. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Eso dijo Gaspare Planetta, pero estaba lejos de pensarlo. Aun contando con una veintena de hombres habría sido una locura... ¡cuánto más solo! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Lo había dicho por bromear, pero el muchacho se lo había tomado en serio y miraba a Planetta con admiración. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Dime- preguntó-... ¿y cuántos seríamos? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Quince, por lo menos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y para cuándo? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Hay tiempo -respondió Planetta-. Tengo que hablar con mi gente. Esto no es cosa de juego. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero los días siguieron pasando y los bosques empezaron a ponerse rojos. El muchacho esperaba con impaciencia. Planetta no lo desengañaba y en las largas noches que pasaban junto al fuego, discutía el gran proyecto y se divertía también él. Y en algunos momentos él mismo llegaba a creer que era verdad. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">*</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El 11 de septiembre, el día de la víspera, el muchacho estuvo afuera hasta la noche. Regresó con una cara sombría. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué pasa? - preguntó Planetta, sentado como de costumbre junto al fuego. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Por fin me encontré con tus compañeros. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se hizo un largo silencio y se oyó el restallar del fuego. También se escuchaba la voz del viento que soplaba en el bosque. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Y bien... -preguntó Planetta con tono que quería parecer divertido- ¿Te lo dijeron todo? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Seguro. Me lo contaron todo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Bien- añadió Planetta y se hizo otra pausa en el cuarto iluminado tan sólo por el fuego. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Me dijeron que me fuera con ellos, que hay mucho trabajo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Entiendo- aprobó Planetta- Sería una tontería no ir. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Jefe -dijo entonces Pietro con voz casi llorosa- ¿por qué no me dijiste la verdad? ¿Por qué tantas historias? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué historias? -dijo Planetta, que hacía esfuerzos por mantener su habitual tono alegre-. ¿Qué historias te he contado yo? Te dejé creer, no te quise desengañar, eso fue todo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No es verdad -repitió el muchacho-. Me retuviste aquí con falsas promesas, sólo por atormentarme. Mañana, bien lo sabes... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué pasa mañana? -preguntó Planetta, otra vez tranquilo- ¿Te refieres al Gran Convoy? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Eso mismo. ¡Y yo que te creí! Aunque tenía que haberme dado cuenta, enfermo como estás... No sé como hubieras podido... -Pietro se calló por algunos segundos y después, en voz baja, anunció: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Mañana me voy. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">*</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero el otro día, Planetta fue el primero en levantarse. Se vistió de prisa sin despertar al muchacho y tomó el fusil. Recién cuando llegaba al umbral Pietro se despertó. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Jefe -dijo, llamándolo así por la fuerza de la costumbre-. ¿Adónde vas a esta hora, se puede saber? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Sí señor, se puede saber -respondió Planetta sonriendo-. Voy a esperar al Gran Convoy.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pietro ni siquiera se molestó en responder. Se limitó a darse vuelta en la cama, como para hacerle ver que ya estaba cansado de aquella estúpida historia. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero está vez no era sólo una historia. Para cumplir una promesa que había hecho en broma, se disponía a asaltar el Gran Convoy. Ya lo habían fastidiado bastante sus compañeros; por lo menos, que aquel muchacho supiera quién era Gaspare Planetta. Pero, no... no era el muchacho lo que le importaba. En el fondo, lo hacía por él mismo, para sentirse el de antes, aunque fuera por última vez. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Probablemente nadie lo vería y hasta quizá, si lo mataban enseguida, nadie lo supiera jamás, pero es no tenía importancia. Era un asunto personal con el poderoso Planetta de antes. Una especie de apuesta a favor de una empresa desesperada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pietro dejó que Planetta se fuera. Pero después le asaltó una duda. ¿No se propondría de veras Planetta llevar a cabo el asalto? A pesar de que le parecía una idea absurda, Pietro se levantó y salió a averiguar. Muchas veces Planetta le había mostrado el sitio ideal para esperar al Gran Convoy, y hacia allí se dirigió. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El día ya había amanecido pero el cielo estaba cubierto por largas nubes de tormenta. La luz era clara y grisácea. De tanto en tanto se oía el canto de un pájaro. En los intervalos, se escuchaba el silencio. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pietro corrió por el bosque hacia el fondo del valle, donde pasaba el camino principal. Avanzaba con prudencia entre los matorrales en dirección a un grupo de castaños, donde seguramente se encontraba Planetta. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Allí estaba, en efecto, escondido detrás de un tronco y se había hecho un pequeño parapeto de ramas para que no lo pudieran ver. Se había apostado sobre una especie de colina que dominaba una brusca vuelta del camino: una fuerte subida que obligaba a los caballos a andar más despacio. Todo lo que pasara por allí se convertía en un blanco fácil. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El muchacho miró la llanura del sur que se perdía en el infinito, cortada en dos por el camino. Allá, en el fondo, vio una polvareda que se movía, avanzaba por el camino: era el polvo que levantaba el Gran Convoy. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta estaba colocando el fusil con la mayor calma, cuando oyó que algo se agitaba cerca de él. Se volvió y vio a Pietro con su fusil en el árbol vecino. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Jefe- dijo Pietro jadeando- Planetta, tienes que salir de aquí. ¿Te has vuelto loco? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Chitón- respondió sonriendo Planetta-. Que yo sepa, no estoy loco. Vete de aquí enseguida. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Estás loco, te digo. Crees que van a venir tus compañeros, pero no vendrán, me lo han dicho, nunca pensaron venir. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Vendrán, por Dios que vendrán, sólo es cuestión de esperar un poco. Tienen la manía de llegar siempre tarde. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Planetta -suplicó el muchacho-. Hazme el gusto, sal de ahí. Era sólo una broma, nunca he pensado dejarte. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Lo sé, lo sé -rió bonachonamente Planetta-. Pero ahora basta, vete, te digo. Este no es lugar para ti. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Planetta- insistió el muchacho-. ¿No ves que es una locura? ¿Qué puedes hacer tú solo? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Por Dios, vete de una vez -gritó con voz ahogada Planetta, que ya no razonaba-. ¿No te das cuenta de que vas a echarlo todo a perder? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En ese momento se comenzaba a distinguir, en el fondo del camino principal, los soldados que escoltaban el Gran Convoy, el carro, la bandera. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Por última vez, vete! -repitió, furioso, Planetta. El muchacho, reaccionando por fin, empezó a arrastrarse entre el pastizal hasta que desapareció. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta escuchó los cascos de los caballos, dio una ojeada a las grandes nubes de plomo, vio tres o cuatro cuervos en el cielo. El Gran Convoy ahora avanzaba despacio, iniciando la subida. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta tenía ya el dedo en el gatillo cuando advirtió que el muchacho regresaba, arrastrándose, y se apostaba otra vez detrás del árbol. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Viste? -susurró Pietro-. ¿Viste cómo no vinieron? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Canallas -murmuró Planetta sin mover ni siquiera la cabeza y esbozando una sonrisa-. ¡Canallas! Es demasiado tarde para retroceder. ¡Atención, muchacho, que ahora comienza lo bueno! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Trescientos. Doscientos metros. El Gran Convoy se acercaba. Ya se distinguía la gran insignia en relieve sobre los lados del carro, se oían las voces de los soldados que conversaban entre ellos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Recién entonces el muchacho tuvo miedo. Comprendió que estaba embarcado en una empresa disparatada, de la que no se podía escapar. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Viste que no vinieron? Por caridad, no dispares. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero Planetta no se conmovió. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Atención! -murmuró alegremente, como si no lo hubiera oído-. ¡Señores, la función va a comenzar! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta ajustó la mira, su formidable mira que no podía fallar. Pero en aquel instante sonó un disparo del otro lado del valle. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Cazadores! -comentó el "capo brigante", divertido, mientras resonaba un terrible eco-. No son más que cazadores. ¡Nada de miedo, eh! Cuánto más confusión, mejor. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero no eran cazadores. Gaspare Planetta oyó un gemido. Volvió la cabeza y vio al muchacho que soltaba el fusil y se desplomaba sobre la tierra. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Me hirieron, Planetta! ¡Oh, mama! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No habían sido cazadores los que habían disparado, sino los soldados de la escolta encargados de adelantarse al Convoy para evitar una emboscada. Eran todos expertos tiradores, seleccionados en los combates. Tenían fusiles de precisión. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Uno de ellos, mientras escrutaba el bosque, había visto al muchacho moverse entre los árboles y tenderse después al lado del viejo bandolero. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta lanzó una blasfemia. Se fue levantando con precaución hasta quedar de rodillas, disponiéndose a socorrer al compañero. Sonó un segundo disparo. El proyectil atravesó el valle bajo las nubes tormentosas y después empezó a descender de acuerdo a las leyes de la balística. Había sido dirigido a la cabeza, pero en cambio entró en el pecho, cerca del corazón. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta cayó de golpe. Se hizo un gran silencio, como jamás había oído. El Gran Convoy se había detenido. El temporal no terminaba de desatarse. Los cuervos estaban allá, en el cielo. Todos se mantenían expectantes. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El muchacho volvió la cabeza y sonrió: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Tenía razón -balbuceó-. Al final vinieron, los compañeros. ¿Los viste, jefe? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta no respondió, pero haciendo un supremo esfuerzo, miró en la dirección indicada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Detrás de ellos, en un claro del bosque, habían aparecido una treintena de jinetes con el fusil en bandolera. Parecían diáfanos como una nube y sin embargo se distinguían netamente sobre el fondo oscuro de la floresta. Por sus divisas absurdas y sus caras bravías, se hubiera dicho que eran bandidos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En efecto, Planetta los reconoció enseguida. Eran sus antiguos compañeros, los bandoleros muertos que venían por él. Rastros curtidos por el sol y atravesados por largas cicatrices, horribles mostachos, barbas sacudidas por el viento, ojos duros y clarísimos, espuelas inverosímiles, grandes botones dorados, caras simpáticas, polvorientas de tanto combatir. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Ahí estaba el buen Paolo, lento de entendederas el pobre, muerto en el asalto del Mulino; Pietro del Ferro, que jamás había conseguido aprender a cabalgar; Giorgio Pertica; Frediano, muerto de frío... todos los buenos y viejos compañeros, que había visto morir uno a uno. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">¿Y ese facineroso de grandes bigotes y un fusil casi tan largo como él, montado en el caballo blanco y flaco, no era el Conde, el famoso bandolero también caído por causa del Gran Convoy? Sí, era él, el Conde, con el rostro iluminado de cordialidad y satisfacción. ¿Y acaso se equivocaba Planetta o el último de la izquierda que se mantenía erguido y orgulloso, era el propio Marco Grande en persona, ahorcado en la capital en presencia del Emperador y de cuatro regimientos de soldados? Marco Grande, cuyo nombre, cincuenta años después todavía se pronunciaba en voz baja... Sí, también había venido para honrar a Planetta, el último valiente y desafortunado capitán. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los bandidos muertos estaban silenciosos, evidentemente conmovidos, pero llenos de una común felicidad. Esperaban que Planetta hiciera algo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y Planetta (lo mismo que el muchacho) se levantó, ya no de carne y hueso como antes sino transparente como los otros y, sin embargo, idéntico a sí mismo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Lanzando una mirada sobre su pobre cuerpo que yacía en el suelo, Planetta se encogió de hombros, como para convencerse de que ya no importaba nada de eso y se dirigió al claro, indiferente a los posibles disparos. Avanzó hacia los viejos compañeros, feliz. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Estaban por comenzar los saludos particulares, cuando en primera fila advirtió un caballo ensillado a la perfección y sin jinete. Instintivamente se acercó sonriendo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Por casualidad -dijo, maravillado por el tono extrañísimo de su nueva voz- ¿no será Polak este caballo? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Era Polak, de verdad, su caballo. Al reconocer a su dueño lanzó una especie de relincho (es necesario definirlo así, porque la voz de los caballos muertos es mucho más dulce que la que conocemos). Planetta le dio dos o tres palmadas afectuosas y desde ya empezó a saborear la delicia de la próxima cabalgata, junto a sus fieles amigos, hacia el reino de los bandoleros muertos que si bien no conocía, era legítimo imaginar lleno de sol, acariciado por un aire de primavera, con largos caminos blancos y sin polvo, que seguramente conducían a milagrosas aventuras. Apoyando la mano izquierda sobre la silla, como si se dispusiera a montar, Gaspar Planetta habló. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Gracias, muchachos -dijo, tratando de no dejarse dominar por la emoción-. Les juro que... -y se interrumpió al recordar a Pietro, que también transformado en sombra se mantenía apartado, con el embarazo que produce estar entre personas que recién se conoce. -Perdona- le dijo Planetta- Este es un bravo compañero- agregó dirigiéndose a los bandoleros muertos-. Tenía tan sólo diecisiete años. Hubiera sido todo un hombre. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los bandidos muertos sonrieron y bajaron levemente la cabeza en señal de bienvenida.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta calló y miró a su alrededor, indeciso. ¿Qué debía hacer? ¿Irse con sus compañeros, dejando al muchacho solo? Volvió a dar dos o tres palmadas al caballo, hizo como que tosía y le dijo a Pietro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Bien, ¡adelante! ¡Monta en mi caballo! Es justo que te diviertas. ¡Vamos, vamos, nada de historias! -agregó con fingida severidad, viendo que el muchacho no se animaba a aceptar. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Si realmente quieres... -exclamó Pietro por fin, evidentemente halagado. Y con una agilidad que jamás hubiera supuesto, dada la poca práctica que tenía en materia de equitación, el muchacho saltó sobre la silla. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los bandoleros agitaron los sombreros, saludando a Gaspare Planetta. Alguno guiñó un ojo, como diciendo "hasta la vista". Todos espolearon los caballos y partieron al galope. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se alejaron como disparados entre los árboles. Era maravilloso ver cómo se lanzaban en lo más intrincado del bosque y lo atravesaban sin que su marcha se viera entorpecida en ningún momento. Los caballos tenían un galope suave y hermoso de ver. El muchacho y algunos de los bandidos todavía agitaban el sombrero. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta, que había quedado solo, dio una ojeada en torno. Su inútil cuerpo seguía al pie del árbol. Parecía seguir mirando hacia el camino. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El Gran Convoy estaba todavía detenido más allá de la curva y por eso no era visible. En el camino sólo se veían seis o siete soldados de la escolta que miraban en dirección a Planetta. Aunque parezca increíble, habían visto toda la escena: las sombras de los bandidos muertos, los saludos, la cabalgata. Nunca se sabe lo que puede pasar en ciertos días de septiembre, bajo las nubes de tormenta. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando Planetta, que había quedado solo, se volvió, el capitán del pequeño destacamento se dio cuenta que era observado. Entonces se irguió y saludó militarmente, como se saluda entre soldados. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Planetta le devolvió el saludo tocándose el sombrero, con un gesto de familiaridad pero lleno de hidalguía y sonrió. Después se encogió de hombros, por segunda vez en el día. Se apoyó en la pierna izquierda, dio la espalda a los soldados, hundió las manos en los bolsillos y se alejó silbando, sí señor, una marchita militar, en la misma dirección por la que habían desaparecido sus compañeros. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Iba hacia el mundo de los bandoleros muertos, que si bien no conocía, era lícito suponer mejor que éste. Los soldados lo vieron hacerse cada vez más pequeño y diáfano; su aspecto de viejo contrastaba con su paso ágil y rápido, el mismo paso alegre y despreocupado que tienen los muchachos de veinte años, cuando son felices.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-66701845226572129212011-03-16T12:32:00.000-07:002011-03-16T12:32:59.075-07:00"EL COCODRILO" (Felisberto Hernández)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiad5YWJC9abpn1ploYw1fLuGE2MftxjiaM9WU3s-dlWluF_iyXafZlDqsR7QHhGJQBwzXVB_zkbT5KZ6AmikINhrfpRj1APGqopJMzQKhUNmbw9DMJMWGHY21kna2fzAkNbAv9av53FsP9/s1600/Felisberto_Hernandez.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" r6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiad5YWJC9abpn1ploYw1fLuGE2MftxjiaM9WU3s-dlWluF_iyXafZlDqsR7QHhGJQBwzXVB_zkbT5KZ6AmikINhrfpRj1APGqopJMzQKhUNmbw9DMJMWGHY21kna2fzAkNbAv9av53FsP9/s320/Felisberto_Hernandez.jpg" width="241" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "<em>Ilusión</em>". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media <em>Ilusión</em>?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué quieres?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Está el dueño?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No hay dueño. La que manda es mi mamá.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Ella no está?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Voy a esperar.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "<em>Ilusión</em>" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es necesario que piense un poco. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Ella contestó:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ella era una mujer que lloraba a menudo.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y me fui sin mirarla.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Ay! Llora por un recuerdo...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Después el dueño anunció:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Señoras, ya pasó todo.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Intervino el dueño:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No, con media docena...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-La casa no vende por menos de una...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y la voz enferma del gerente le respondió:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El corredor interrumpió:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Pero a mí no me salen lágrimas!</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y después de un silencio, el gerente:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Cómo, y quién le ha dicho?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y por qué?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Yo qué sé!</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Venga mañana y hablaremos de eso.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Así que usted llora por gusto?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es verdad.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué le pasa?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Cocodriiilooooo!!</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Lloro únicamente de día.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!"</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Por fin vino y me dijo:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Déme de esa última.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Whisky Caballo Blanco?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Caballo Blanco o Loro Negro.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es verdad, me gusta.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-3616855177420767992011-03-09T14:55:00.000-08:002011-03-09T14:56:11.893-08:00"LA ASAMBLEA DE LOS ANIMALES" (Alfonso Reyes)<div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhE8p7h4wfkzPHVG-IlzTaRvwHS4ENrYZ4m-WE5oFcKypli0ZLpWSdZJXzNN0j9oLimce9Ilj8beCLoVhc4ZqHiAbaUhB9L5iAAtuAV498D4z_nXwjVf9mOguqrY44ICiSUGpMlWD6sWzss/s1600/alfonso_reyes_1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="233" q6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhE8p7h4wfkzPHVG-IlzTaRvwHS4ENrYZ4m-WE5oFcKypli0ZLpWSdZJXzNN0j9oLimce9Ilj8beCLoVhc4ZqHiAbaUhB9L5iAAtuAV498D4z_nXwjVf9mOguqrY44ICiSUGpMlWD6sWzss/s320/alfonso_reyes_1.jpg" width="320" /></a></div><br />
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Tenía que suceder al fin. Varias veces nos lo habían advertido y nunca quisimos hacer caso. Ello es que las fieras y animales silvestres, espantados por los desmanes del hombre, se reunieron secretamente en alguna ignorada región del África para tomar providencias ante una posible catástrofe del planeta. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Por supuesto, no se ha permitido la presencia a cualquiera. Se expulsó a los astutos insectos y otras alimañas menores, tan creídos de que son los futuros amos del mundo por su capacidad de "proliferar" entre las mayores abyecciones, sin perdonar siquiera a los hormigueros y a los panales, que -pese a la literatura- son los causantes de todo el daño, por haberse propuesto al hombre como tipo de la perfecta república: nacional socialista, claro está. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Algunas bestias mentadas en el Libro de Job, jeroglifos vivientes, fueron asimismo víctimas de la previa censura. Así la cabra montés y la corza, remisas e inasimilables, dotadas de posteridad pero no de continuidad, y que, como los malos teóricos, paren con esfuerzo, replegándose sobre sí mismas, lo que no existe, lo qu se va y no vuelve. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">También fue excluido el onagro, asno irregular, habitante de los salados desiertos, que sobra en todas las agrupaciones sociales como el solterón sin deberes. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Lo propio se hizo con otro horrendo solitario, el rinoceronte, catapulta de un solo bloque, el cual nunca pudo ver más allá de sus narices porque se lo estorba, entre los biliosos ojillos de marrano, el cuerno plantado como enseña, alza en la pieza de artillería. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No se toleró a la avestruz, gallina abultada que entierra sin amor sus huevos, "maniquí de alta costura", con sus plumeros de embajador o cortesana, su indecente tallo de carne cruda que remata en una piña aplastada, sus desvergonzados muslos desnudos, su zigzag de fugitiva constante -burla del caballo y del jinete-, sus aletas en cañones que ignoran el vuelo y aplauden la carrera; su estúpida pretensión de ocultarse cuando hunde la cabeza en el polvo, figurándose así -sofisma de "voluntad y representación"- que ella misma se esconde al mundo porque esconde el mundo a sus ojos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Ni se dio cabida al gavilán ni al buitre, cuyos polluelos tragan sangre, que sólo se remontan a las alturas para mejor ver las carroñas abandonadas en el suelo y que giran incesantemente en círculos esclavos, dibujo de sus hediondos apetitos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Quedaron, pues, los animales auténticos. Tigres, leones, panteras, osos y otras pieles dedujo, grandes y pequeñas, casi no hicieron más que escuchar: no habían tenido tiempo de reflexionar sobre el caso. El propio Maese Zorro, desmintiendo su tradición fabulosa, se encontraba desprevenido. Y, al revés de lo que pasa en los congresos humanos, el loro, por fortuna, calló. Unos cuentos animales obvios llevaron el peso del debate. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El asno, que presidía la sesión, tomó la palabra. El asno ha visto de cerca al hombre y, como todos saben, lo ha acompañado en algunas de sus más ilustres jornadas: excursiones militares de Dióniso, viaje redondo del Salvador. Pero no se hacía ilusiones. A su juicio, el destino de la criatura humana había agotado sus últimas promesas. ¿Qué hacen hoy por hoy los hombres? Destruirse entre sí. Cuando toda una especie se entrega frenéticamente a su propio aniquilamiento, es de creer que su locura responde a los altos designios de su Creador. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Porque yo, hermanos míos -concluyó el asno en su prudencia-, <i>sí</i> creo en Dios. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Tras el silencio temeroso que sucedió a estas palabras, se oyó un relincho. Es aquel que, "entre las bocinas, dice: ¡Ea!, y de lejos huele las batallas, el estruendo de los príncipes y el clamor" (Job, XXXIX, 25). El caballo, nuestro bravo camarada de armas, ráfaga crinada, no quiso disimular su despecho. El combate, heroico antes y que levantaba las energías cordiales, hoy es cosa de administración y de máquinas. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Además -continuó-, ¡si el hombre sólo combatiera contra el hombre! Mucho se podría alegar en defensa de la guerra, la verdadera guerra en que era yo aliado del hombre. Pero hoy los humanos combaten ya contra la naturaleza y quieren desintegrarla y hacerla desaparecer, en su afán de adueñársela. La Tierra misma está en peligro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Algunos ladridos de protesta fueron tumultuosamente acallados. Había consigna de no dejar hablar a los perros, sospechosos de complicidad con el hombre. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero habló el mono. Según él, no quedaba otro recurso que precaverse a tiempo y elegir un nuevo monarca. Nadie más indicado que el mono -la rama de los pretendientes destronados- para suceder al hombre en el gobierno. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Oh, no! -reclamó el elefante. Hace falta un animal de mayor gravedad y aplomo, de reconocida responsabilidad y de memoria probada, capaz de llevar a término sus empresas. El mono es un ente ridículo y cómico, una bufonesca imitación del hombre, y una criatura expuesta siempre a estériles inquietudes y nerviosidades; casi diríamos que es una ardilla, el candor en menos, cuyas vueltas y revueltas carecen de utilidad y sentido. ¿Sustituir al hombre por su caricatura? ¡Jamás! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquí un elefante enjaezado, vestido de telas verdes y rojas, alzó la trompa y lanzó un tañido; es decir, pidió la palabra. Era un elefante de circo, escapado de alguna pista del Far West. Traía todos los prejuicios que pueden adquirirse en el trato con los domadores y en la frecuentación de los espectáculos humanos, y estaba lleno de sofismas y ardides. Casi era un político profesional. En vano intentó que lo escucharan. No bien empezó a sonreír maliciosamente, meneando la trompa y diciendo chistes de mal gusto sobre la conveniencia de usar calzones, cuando los elefantes ortodoxos, los selváticos, lo hicieron callar, declarándolo representante de Wall Street. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La discusión comenzaba a tomar un sesgo amenazante; pero, a fuerza de prolongados silbos, un Ave Rara que lucía los penachos más atrayentes y centellaba de luz roja y plateada, pudo imponer orden y empezó a decir con voz armoniosa: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Voto por la abolición del hombre. Sea anulado el hombre y no tenga sucesor ninguno. ¿Qué falta le hace a la Tierra? Alternen los días y las noches, las auroras y los crepúsculos, las calmas y las tempestades, las lluvias y los soles. Nadie estorbe el roncar de las frondas, el voluble besuqueo de los arroyos y el contundente discurso de las cataratas. Bailen a su gusto las olas verdes. Pósense o vuelen a su talante los nubarrones plomizos. Los vientos de larga cola concierten los corros y los minués de hojas amarillas. Crezca y cunda la vegetación a su antojo. El campo ahogue y borre a las ciudades. Olvídese para siempre al hombre. Desaparezca de una vez este funesto accidente de la Creación. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Las ovaciones hicieron temblar las montañas. Entre el entusiasmo general, los perros, a todo correr, llegaron a la próxima estación telegráfica y denunciaron el caso a los "grandes rotativos".</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-59016918944394463022011-03-07T04:43:00.000-08:002011-03-07T04:43:39.159-08:00"LA TOMA DEL REDUCTO" (Próspero Mérimée)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjsDwMsG2LddSfh2XMupUU5vczNCP6owrn0-qBQhItN2lw2C0UmlPTT0ozyzB5_pRC12mMyDhID05qZS3gjM0FtJE6WgsdHnGeNbphhczhJSLhYSA2MbAYTNpU_kz54vCwZzbuxA_mc4SgL/s1600/Pr%25C3%25B3spero+M%25C3%25A9rim%25C3%25A9e.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" q6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjsDwMsG2LddSfh2XMupUU5vczNCP6owrn0-qBQhItN2lw2C0UmlPTT0ozyzB5_pRC12mMyDhID05qZS3gjM0FtJE6WgsdHnGeNbphhczhJSLhYSA2MbAYTNpU_kz54vCwZzbuxA_mc4SgL/s1600/Pr%25C3%25B3spero+M%25C3%25A9rim%25C3%25A9e.jpg" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un militar amigo mío, muerto de fiebre en Grecia hace unos años, me narró un día la primera acción de guerra en que tomó parte. Su relato me interesó en grado tal que lo reproduje de memoria, en cuanto tuve oportunidad para ello. Helo aquí: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Me incorporé a mi regimiento el 4 de septiembre por la tarde. Di con el coronel en el cuerpo de guardia: en el primer momento me recibió con cierta hosquedad; pero después de leer la carta de presentación que me había dado el general B., cambió de modales y me dirigió algunas palabras corteses. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Fui presentado por él a mi capitán en el mismo instante en que este último volvía de un reconocimiento. El capitán, a quien no tuve en verdad tiempo de conocer, era un hombre alto, moreno, de fisonomía dura y repulsiva. De soldado raso había ido ganando galones y la cruz en los diversos campos de batalla. La voz, ronca y débil, contrastaba singularmente con su estatura casi gigantesca. Me dijeron que le había quedado esa voz rara después de que un balazo lo atravesara de parte a parte en la batalla de Jena. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al enterarse de que yo venía de la escuela de Fontainebleau, torció el gesto y dijo: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Mi teniente murió ayer. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Comprendí que quería decir: «Usted es quien ha de reemplazarlo y no tiene capacidad para ello». Un comentario burlón asomó a mis labios; pero me contuve. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La luna se alzó por detrás del reducto de Cheverino, situado a dos tiros de cañón de nuestro vivac. Era una luna grande y roja, como se presenta siempre al levantarse. Pero esa tarde me pareció de dimensiones extraordinarias. Por un momento, el reducto se destacó, negro, en el disco brillante de la luna. Parecía el cono de un volcán en el instante en que se produce la erupción. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un viejo soldado junto al que me encontraba advirtió el color de la luna. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Está muy roja -dijo-, eso es señal que ha de costar mucho el famoso reducto! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Siempre he sido supersticioso, y semejante augurio, en un momento tal, sobre todo, me impresionó. Me acosté, pero no pude dormir. Me levanté y caminé algún tiempo, observando la inmensa línea de fuego que cubría las alturas más allá de la aldea de Cheverino. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando supuse que el aire fresco y vivo de la noche me hubiera calmado el ardor de la sangre, me volví junto a la lumbre, me arrebujé cuidadosamente en la capa y entorné los párpados pensando no tener que abrirlos hasta el amanecer. Pero el sueño me fue esquivo. Insensiblemente mis imaginaciones iban tomando un tinte lúgubre. Me decía que no contaba con un solo amigo entre los cien mil hombres que cubrían esa estepa. Si cayera herido, habría de ir a un hospital donde sería tratado sin mimos por ignorantes cirujanos. Lo que había oído referir de las operaciones de emergencia me volvía vivamente a la memoria. El corazón me latía con violencia, y, como movido por instintiva precaución, corría el pañuelo y la cartera, a modo de coraza, sobre el pecho. La fatiga me agobiaba; me adormecía a ratos, pero al instante alguna idea siniestra rebullía en mi mente y me despertaba sobresaltado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No obstante, el cansancio venció y cuando tocaron diana dormía yo profundamente. Nos colocamos en línea de batalla; se pasó lista; luego volvimos a poner las armas en pabellón, y todo parecía anunciar que la jornada habría de transcurrir tranquila. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Hacia las tres llegó un edecán trayendo una orden. Nos mandaron que recogiéramos las armas; nuestros tiradores se desparramaron por el llano; nosotros los seguimos lentamente, y, veinte minutos después, vimos que todos los puestos avanzados de los rusos se replegaban al amparo del reducto. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se estableció una batería de campaña a nuestra derecha, otra a la izquierda, pero ambas mucho más adelante que nosotros. Abrieron fuego vivo contra el enemigo, el cual respondió con energía, de manera que pronto el reducto de Cheverino desapareció cubierto por una espesa nube de humo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Nuestro regimiento se veía casi abrigado del fuego ruso por una ondulación del terreno. Las balas, que rara vez llegaban hasta nuestras líneas (pues tiraban de preferencia a los artilleros), pasaban por sobre nuestras cabezas y, cuando más, nos salpicaban con la tierra que arrancaban o con trocitos de piedras. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En cuanto recibimos orden de avanzar, mi capitán me miró con tal atención que me forzó a pasarme dos o tres veces la mano por el naciente bigote con todo el despejo que pude. Por lo demás, yo no sentía miedo, y el único temor que me asaltaba era el de que creyeran que estaba acobardado. Aquellas balas de cañón inofensivas contribuían no poco a conservar incólume la heroica tranquilidad de mi ánimo. Mi amor propio me aseguraba que estaba en verdadero peligro, puesto que, en fin, me veía bajo el fuego de una batería enemiga. Me encantaba sentirme con espíritu tan libre de toda aprensión y saboreaba de antemano el placer de contar algún día cómo habíamos tomado el reducto de Cheverino, en el salón de la señora de B., en la calle de Provenza. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El coronel pasó por delante de nuestra compañía; me dirigió algunas palabras: «¡Y bien, parece que las va a ver usted duras en su iniciación!». Sonreí con aire enteramente marcial, mientras me sacudía la manga, sobre la que una bala de cañón, al caer a unos treinta pasos de donde yo me hallaba, había salpicado un poco de polvo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al parecer, los rusos se dieron cuenta del escaso resultado de su cañoneo, pues comenzaron a arrojarnos obuses, con los que más fácilmente podían alcanzarnos en el hueco en que nos habíamos abrigado. Un trozo bastante grande de casco me quitó el morrión<sup><a href="http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/merimee/toma.htm#1" style="text-decoration: none;"><span style="font-size: x-small;">1</span></a></sup> y dio muerte a un hombre que estaba a mi lado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Lo felicito -me dijo el capitán mientras yo recogía el morrión caído-; ya está usted libre para toda la jornada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No me era desconocida esta superstición militar según la cual el axioma <i>non bis in ídem</i> puede aplicarse lo mismo en el campo de batalla que ante una corte de justicia. Me cubrí lleno de altivez con mi morrión. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Esto es obligar a la gente a que salude a pesar suyo -dije lo más alegremente que pude. Y aquel chiste de mala ley, en tales circunstancias, pareció excelente. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Lo felicito -repitió el capitán- no ha de ocurrirle nada más y esta noche mandará usted una compañía, porque presiento que la cosa arde para mí. Cada vez que he sido herido, lo he sido después que el oficial que me acompañaba fuera alcanzado por alguna bala fría, y -agregó en tono más bajo, como avergonzado-, en todos los casos los nombres de los oficiales empezaban con P. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Yo simulé entera despreocupación; mucha gente lo hubiera hecho como yo; mucha gente, también, habría quedado como yo impresionada por aquellas proféticas palabras. Novicio como era, comprendía que no cabía decir a nadie lo que estaba sintiendo y que debía en todo momento manifestar la más serena intrepidez. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al cabo de media hora disminuyó sensiblemente el fuego de las baterías rusas y entonces salimos fuera del abrigo para avanzar hacia el reducto. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Tres batallones integraban nuestro regimiento. Al segundo se le encomendó que tomara de franqueo el reducto, por la parte de la gola; los otros dos lo asaltarían de frente. El mío era el tercer batallón. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En cuanto surgimos de aquella suerte de espaldón que nos había protegido, nos recibieron los enemigos con varias descargas de mosquetería que causaron poco daño en nuestras filas. El silbido de las balas me sorprendió; volví a veces la cabeza instintivamente, provocando con ello algunas bromas de mis camaradas familiarizados ya con ese ruido. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-En resumidas cuentas -me dije- no es cosa tan terrible una batalla. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Avanzábamos a la carrera, precedidos por los tiradores; de pronto, los rusos arrojaron tres hurras, tres hurras bien claros, permaneciendo luego silenciosos, sin tirar. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No me gusta este silencio -dijo mi capitán- no anuncia nada bueno. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A mí me pareció que nuestra gente era en exceso chillona; no pude menos de comparar, en mi fuero interno, el clamor tumultuoso que producía con el imponente silencio del enemigo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Llegamos con rapidez hasta el pie del reducto; la empalizada aparecía destruida y la tierra abierta por efectos del cañoneo. Los soldados se abalanzaron con ímpetu sobre aquellas recientes ruinas, gritando ¡Viva el Emperador! tan fuertemente como no hubiera sido de esperarse de gente que había ya gritado tanto. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Alcé la mirada: nunca podré olvidar el espectáculo que se me ofreció. Gran parte del humo se había elevado y quedaba suspendido como un dosel a veinte pies por sobre el reducto. A través de la nube azulada, se veía, detrás del parapeto semiderruido, a los granaderos rusos con el arma alzada, inmóviles como estatuas. Me parece ver todavía a cada uno de aquellos soldados, puesta la mirada del ojo izquierdo en nosotros, oculto el ojo derecho tras el fusil levantado. En una tronera, a pocos pies de distancia de nosotros, un hombre con un cohete de guerra en la mano, se erguía junto a un cañón. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me estremecí, pensando que era llegada mi última hora. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-El baile va a empezar -exclamó mi capitán- ¡buenas noches! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Fueron las últimas palabras que oí de sus labios. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un redoble de tambores resonó en el reducto. Vi cómo bajaban hacia nosotros los caños de los fusiles. Cerré los ojos y oí un espantoso estruendo, seguido de gritos y gemidos. Abrí los ojos, sorprendido de estar vivo todavía. El reducto se me apareció envuelto en humo nuevamente. Yo estaba rodeado de heridos y de muertos. A mis pies yacía el capitán: una bala de cañón le había destrozado la cabeza y sobre mí habían llovido partículas de sus sesos y gotas de sangre. De toda la compañía no quedábamos en pie más que seis hombres y yo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un momento de estupor sucedió a aquella horrenda carnicería. El coronel, alzando el sombrero en la punta de la espada, trepó antes que nadie por el parapeto, al grito de ¡Viva el Emperador! Detrás de él siguieron de inmediato los sobrevivientes. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No tengo casi recuerdos netos de lo que ocurrió después. Entramos en el reducto, no sé cómo. Nos batimos cuerpo a cuerpo entre el humo tan espeso que no podíamos vernos unos a otros. Creo que herí con mi sable, puesto que lo tenía lleno de sangre. En fin, oí gritos de «¡Victoria!» y al disiparse el humo noté que los muertos y la sangre ocultaban la tierra del reducto. Los cañones, sobre todo, desaparecían bajo montones de cadáveres. Alrededor de doscientos hombres, de pie, con uniforme francés, formaban grupos desordenados, unos cargando sus fusiles, enjugando otros las bayonetas. Once prisioneros rusos estaban con ellos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El coronel yacía ensangrentado sobre un arcón de municiones roto, cerca de la gola del reducto. Algunos soldados lo rodeaban solícitos. Yo me aproximé. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Dónde está el capitán más antiguo? -le preguntó a un sargento. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El sargento se encogió de hombros con gesto muy expresivo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y el teniente más antiguo? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Aquí está el señor, que llegó ayer -dijo el sargento con tono perfectamente tranquilo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El coronel sonrió amargamente. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Bien, señor -me dijo-. Tomará usted el mando. Haga fortificar rápidamente la gola del reducto con estos furgones, pues el enemigo tiene muchas tropas; pero el general C... le prestará apoyo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Coronel -le dije-, ¿está usted herido de gravedad? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Yo estoy jo... robado, querido; ¡pero hemos tomado el reducto!</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-27171388211786421872011-03-04T22:00:00.000-08:002011-03-04T22:00:46.484-08:00"EL VIAJERO" (Emilia Pardo Bazán)<div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjDA_u__kABxIewk4gvY7v0PiOO-LtMwyavTPhpfTLssnGX8tfd7KZ3KTJoYaolPCLC4cL2M1ME5mc-cFWb__fUtHi-6IXzEEd30VpWkheKSTQjcW80Otd68-V_9TGN7foTPRL8vTmaloIX/s1600/pardo-bazan-emilia.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="225" l6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjDA_u__kABxIewk4gvY7v0PiOO-LtMwyavTPhpfTLssnGX8tfd7KZ3KTJoYaolPCLC4cL2M1ME5mc-cFWb__fUtHi-6IXzEEd30VpWkheKSTQjcW80Otd68-V_9TGN7foTPRL8vTmaloIX/s320/pardo-bazan-emilia.jpg" width="320" /></a></div></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa. </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="16"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida: </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="17"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">-¿Quién llama?</span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="18"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo: </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="19"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">-Un viajero.</span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="20"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce. </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="21"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">Entró el viajero, saludando cortésmente; y sacudiendo con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía a mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba a hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor, acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y le decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y a fin de disimular su turbación, se dio prisa a servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a dormir. </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="22"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, a tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco a la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que ella no era mesonera de oficio. </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="23"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero a quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba, y Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el pensamiento. </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="24"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían a Marta medio loca. Al principio, el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa a la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos e insensatos, que a los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba a Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más rendidas. </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="25"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dio acogida a su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones. </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="26"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">¡Que en olvido las tenía puestas.... cuando el huésped, a medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que «ya» había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa: </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="27"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">-Bien te dije, niña que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo. </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="28"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">Y habéis de saber que sólo al oír esta declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe. </span></div><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt; text-align: justify;"><a href="http://www.blogger.com/" name="29"></a><span style="font-family: "Arial", "sans-serif"; font-size: 12pt; line-height: 115%; mso-bidi-font-size: 11.0pt;">Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado en su capa, ladeado el chambergo -cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente- en busca de nuevos horizontes, a llamar a otras puertas mejor trancadas y defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores, de alarmas, y entregada a la compañía de la grave y excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele a fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta el huésped. </span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-45773689675188994372011-03-03T20:42:00.000-08:002011-03-03T20:42:49.311-08:00"EL GUARDAVÍA" (Charles Dickens)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgQR_L_sB-ITCrjLuBc-UQUd9-rU6QWh-_Q6JmmYMsBQwM-xTK3PK8V1fl4TkGRp2usV3dp_9jr2kyqq_Uo7Uas1UIMy5DMLlpjFhhNtrko4XpwLhWoBsLUq_G0P-IFvCaDLf0qXS88AvSm/s1600/Charles+Dickens.bmp" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" l6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgQR_L_sB-ITCrjLuBc-UQUd9-rU6QWh-_Q6JmmYMsBQwM-xTK3PK8V1fl4TkGRp2usV3dp_9jr2kyqq_Uo7Uas1UIMy5DMLlpjFhhNtrko4XpwLhWoBsLUq_G0P-IFvCaDLf0qXS88AvSm/s320/Charles+Dickens.bmp" width="250" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Aquella luz está a su cargo, verdad? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Me mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No estaba seguro -me respondió- de si lo había visto antes. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Dónde? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Señaló la luz roja que había estado mirando. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Allí? -dije. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí». </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Creo que sí -asintió-, sí, creo que puedo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al levantarme para irme dije: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.) </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Creo que solía serlo -asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio-. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Vendré a las once. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me dio las gracias y me acompañó a la puerta. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz baja-. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien». </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Dios sabe -dije-, grité algo parecido... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Por ninguna otra razón? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué otra razón podría tener? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No he llamado -dije cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Por supuesto, señor. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Buenas noches y aquí tiene mi mano. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-He decidido, señor -empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Esa equivocación? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No. Esa otra persona. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Quién es? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No lo sé. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Se parece a mí? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía». </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Una noche de luna -dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Dentro del túnel? -pregunté. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad». </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Esto -dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y aquí se detuvo, mirándome fijamente. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Lo llamó? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No, estaba callado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Agitaba el brazo? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Se acercó usted a él? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Junto a la luz? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Junto a la luz de peligro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y qué hace? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me agarré a esto último: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Por dos veces. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Bueno, vea -dije- cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Negó con la cabeza. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Estaba allí. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Las dos veces? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Las dos veces -repitió con firmeza. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Lo ve? -le pregunté, prestando una atención especial a su rostro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No -contestó-, no está allí. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-De acuerdo -dije yo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-A estas alturas comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?». </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿De qué nos está previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.» </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Con la inequívoca sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué pasa? -pregunté a los hombres. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ha muerto un guardavía esta mañana, señor. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿No sería el que trabajaba en esa caseta?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Sí, señor. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿No el que yo conozco? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Lo reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante entero. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué dijo usted? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me sobresalté. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-78977883225086417312011-03-03T07:40:00.000-08:002011-03-03T07:40:15.692-08:00"EL ARCA Y EL APARECIDO" (Stendhal)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgRd5E01zsjfuMoOEQVKYbQGsqCxu56TKkoOfq8eYAEXbExvyKSUONyLcttIUYOuwDnT5nhzD1mO2X-UqO3L897K1QpIoECXo0ZIuo3I74TYTEs-oA6XObziXYik0D1Ah2UiYa8dRnxpx7P/s1600/Stendhal.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" l6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgRd5E01zsjfuMoOEQVKYbQGsqCxu56TKkoOfq8eYAEXbExvyKSUONyLcttIUYOuwDnT5nhzD1mO2X-UqO3L897K1QpIoECXo0ZIuo3I74TYTEs-oA6XObziXYik0D1Ah2UiYa8dRnxpx7P/s1600/Stendhal.jpg" /></a></div><div align="justify"><br />
</div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Una hermosa mañana del mes de mayo de 182... entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">¡Cómo es esto -se decía don Blas-: un hombre que, según las apariencias, pertenece a las primeras clases de la sociedad y yo no lo conozco! ¡Éste no ha aparecido en Granada desde que yo estoy en ella! Se esconde.»</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Blas se inclinó hacia uno de sus guardias y le dio orden de detener a aquel joven en cuanto saliera de la iglesia. Pronunciadas las íntimas palabras de la misma, se apresuró a salir él mismo y fue a instalarse en el comedor de la hostería de Alcolote. No tardó en aparecer, extrañado, aquel joven. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Cómo se llama? </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Don Fernando de la Cueva. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El humor siniestro de don Blas se agravó más aún, porque, al verle de cerca, observó que don Fernando era guapísimo: rubio y, a pesar del mal paso en que se encontraba, con una expresión muy dulce. Don Blas miraba pensativo a aquel mozo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Que empleo tenía usted en tiempo de las Cortes?-dijo por fin.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-En 1823 estaba en el colegio de Sevilla; entonces tenía quince años, pues ahora no tengo más que diecinueve. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿De qué vive? </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El joven pareció irritado por la grosería de la pregunta; se resignó y dijo: </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Mi padre, brigadier del ejército de don Carlos IV (Dios bendiga la memoria de este buen rey), me dejó una pequeña finca cerca de este pueblo; me renta doce mil reales (tres mil francos); la cultivo con mis propias manos con ayuda de tres criados, que seguramente le son muy leales.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Excelente núcleo de guerrilla -dijo don Blas con una sonrisa amarga-. ¡A la cárcel e incomunicado! -añadió al marcharse, dejando al preso en medio de su gente. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A los pocos momentos, don Blas estaba almorzando. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">«Con seis meses de prisión -pensaba- me pagará esos lindos colores y ese aire de lozanía y de insolente satisfacción.» </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El guardia que estaba de centinela a la puerta del comedor levantó vivamente la carabina. La apoyó contra el pecho de un anciano que intentaba entrar en el comedor detrás de un pinche de cocina que llevaba una fuente. Don Blas se precipitó hacia la puerta; detrás del anciano vio a una muchacha que le hizo olvidar a don Fernando.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es cruel no darme tiempo para comer -dijo al anciano.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Blas no podía dejar de mirar a la muchacha; veía en su frente y ojos esa expresión de inocencia y piedad celestial que resplandece en las bellas madonas de la escuela italiana. Don Blas no escuchaba al anciano ni seguía comiendo. Por fin salió de su abstracción; el anciano repetía por tercera o cuarta vez las razones por las cuales se debía poner en libertad a don Fernando de la Cueva, que era desde hacía tiempo el prometido de su hija Inés, allí presente, y se iban a casar el domingo próximo. En este momento, los ojos del terrible jefe de policía brillaron con un resplandor tan extraordinario, que asustaron a Inés y hasta a su padre. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Nosotros hemos vivido siempre en el temor de Dios y somos cristianos viejos -continuó éste-; mi raza es antigua, pero soy pobre, y don Fernando es un buen partido para mi hija. Nunca ejercí cargo alguno en tiempo de los franceses, ni antes ni después. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Blas no salía de su hosco silencio. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pertenezco a la más antigua nobleza del reino de Granada -prosiguió el anciano-; y antes de la revolución -añadió suspirando- le habría cortado las orejas a un fraile insolente que no me contestara cuando yo le hablase. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al anciano se le llenaron de lágrimas los ojos. La tímida Inés sacó del seno un pequeño rosario que había tocado el manto de la madona del pilar (sic), y sus bonitas manos apretaban la cruz con un movimiento convulsivo. El terrible don Blas clavó su mirada en aquellas manos. Luego se fijó en el busto, bien torneado, aunque un poco opulento, de la joven Inés. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">«Sus facciones podrían ser más regulares -pensó-; pero esa gracia celestial no la he visto nunca más que en ella.» </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y se llama usted don Jaime Artegui? -dijo al fin al anciano. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Tal es mi nombre -contestó don Jaime, irguiendo más su apostura. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿De setenta años? </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-De sesenta y nueve solamente. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Usted es -dijo don Blas, serenándose visiblemente-; llevo mucho tiempo buscándolo. El rey nuestro señor se ha dignado concederle una pensión anual de cuatro mil reales (mil francos). Tengo en Granada dos años vencidos de esa real merced, que le entregaré mañana al mediodía. Le haré ver que mi padre era un rico labrador de Castilla la Vieja, cristiano viejo como usted, y que nunca fui fraile, de modo que el insulto que usted me ha dirigido cae en el vacío. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El viejo hidalgo no se atrevió a faltar a la cita. Era viudo y vivía sólo con su hija Inés. Antes de salir para Granada la llevó a casa del cura del pueblo y tomó sus disposiciones como si nunca más hubiera de volver a verla. Encontró a don Blas Bustos muy engalanado; llevaba un gran cordón sobre el uniforme. Don Jaime le encontró el aire atento de un viejo soldado que quiere hacerse el bondadoso y sonríe a cada paso y sin venir a cuento. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Si se hubiera atrevido, don Jaime habría rechazado los ocho mil reales que don Blas le entregó; no pudo negarse a comer con él. Después de la comida, el terrible jefe de policía le hizo leer sus títulos, su partida de bautismo y hasta un certificado de haber salido de galeras, lo que demostraba que no había sido nunca fraile. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Jaime seguía temiendo alguna jugarreta. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-De modo que tengo cuarenta y tres años -acabó por decirle don Blas- y un puesto honorable que me da cincuenta mil reales. Tengo una renta de mil onzas del Banco de Nápoles. Le pido en matrimonio a su hija doña Inés de Artegui. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Jaime palideció. Hubo un momento de silencio. Don Blas prosiguió: </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No le ocultaré que don Fernando de la Cueva está comprometido en un mal asunto. El ministro de la policía lo está buscando. Tiene pena de garrote (manera de estrangular empleada para los nobles) o, por lo menos, de galeras. Yo estuve en ellas ocho años y puedo asegurarle que es un mal hospedaje -diciendo estas palabras, se acercó al oído del anciano-. De aquí a quince días o tres semanas, recibiré probablemente del ministro la orden de trasladar a don Fernando de la cárcel de Alcolote a la de Granada. Esta orden se cumplirá esta noche muy tarde: si don Fernando aprovecha la noche para escaparse, yo cerraré los ojos en consideración a la amistad con que usted me honra. Que se vaya a pasar un año o dos a Mallorca, por ejemplo; nadie le dirá nada. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El viejo hidalgo no contestó una palabra. Estaba aterrado y a duras penas pudo volver a su pueblo. El dinero que había recibido lo horrorizaba. «¿De modo -se decía- que esto es el precio de la sangre de mi amigo don Fernando, del prometido de mi Inés?» Al llegar al presbiterio se arrojó en brazos de Inés. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Hija mía -exclamó-, el fraile quiere casarse contigo!</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Inés se secó pronto las lágrimas y pidió permiso para ir a consultar al cura, que estaba en la iglesia en su confesionario. El cura, a pesar de la insensibilidad de su edad y de su estado, lloró. El resultado de la consulta fue que no había más remedio que casarse con don Blas o huir por la noche. Doña Inés y su padre tenían que procurar llegar a Gibraltar y embarcarse para Inglaterra. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y de qué vamos a vivir?-dijo Inés. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Podrían vender la casa y la huerta.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Quién va a comprarlas? -repuso la muchacha, deshecha en lágrimas. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Yo tengo algunas economías -dijo el cura- que puede que lleguen a cinco mil reales; te los doy, hija mía, y de muy buen grado, si crees que no puedes salvarte casándote con don Blas Bustos. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A los quince días todos los esbirros de Granada, en uniforme de gala, rodeaban la iglesia, tan sombría, de Santo Domingo. Apenas en pleno mediodía se ve para andar por ella. Pero aquel día no se atrevía a entrar nadie más que los invitados. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En una capilla lateral iluminada con centenares de velas cuya luz cortaba las sombras de la iglesia como un camino de fuego, se veía de lejos a un hombre arrodillado en las gradas del altar; su cabeza sobresalía de todos los que lo rodeaban. Aquella cabeza estaba inclinada en una postura piadosa; los flacos brazos, cruzados sobre el pecho. Pronto se incorporó y exhibió un uniforme constelado de condecoraciones. Daba la mano a una muchacha cuyo paso ligero y juvenil formaba un extraño contraste con su gravedad. Brillaban lágrimas en los ojos de la joven desposada; la expresión de su rostro y la dulzura angelical que conservaba a pesar de su pena impresionaron al pueblo cuando la joven subió a una carroza que esperaba a la puerta de la iglesia. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Hay que reconocer que don Blas fue menos feroz desde su boda; las ejecuciones menudearon menos. En vez de fusilar por la espalda a los condenados, no se hacía más que ahorcarlos. Muchas veces permitió a los condenados besar a sus familiares antes de ir a la muerte. Un día, dijo a su mujer, a la que amaba con furor: </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Tengo celos de Sancha. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Era hermana de leche y amiga de Inés. Había vivido en casa de don Jaime a título de doncella de su hija, y en calidad de tal la siguió al palacio donde Inés fue a vivir en Granada. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Cuando yo me separo de ti, Inés -prosiguió don Blas-, tú te quedas hablando sola con Sancha. Es simpática, te hace reír, mientras que yo no soy más que un viejo soldado que tiene a su cargo funciones severas; reconozco que soy poco atractivo. Esa Sancha, con su cara alegre, debe de hacerme parecer a tus ojos más viejo de lo que soy. Toma, aquí tienes la llave de mi caja; dale todo el dinero que quieras, todo el que hay en la caja, si así te place, pero que se vaya, que yo no la vea más. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Por la noche, al volver don Blas de sus funciones, la primera persona que vio fue Sancha, ocupada en sus tareas corno de costumbre. Su primera reacción fue de ira; se acercó rápidamente a Sancha, y ésta levantó los ojos y lo miró de frente con esa mirada española mezcla tan singular de miedo, valor y odio. Al cabo de un momento, don Blas sonrió.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Mi querida Sancha -le dijo-, ¿te ha dicho doña Inés que te doy diez mil reales?</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Yo no acepto regalos de mi ama -contestó Sancha, sosteniendo la mirada fija en él. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Blas entró en el aposento de su mujer.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Cuántos presos hay en este momento en la cárcel de Torre Vieja? -le preguntó Inés. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Treinta y dos en los calabozos, y creo que doscientos sesenta en les pisos superiores. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ponlos en libertad -dijo Inés-, y me separo de la única amiga que tengo en el mundo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Lo que me ordenas está fuera de mi poder -contestó don Blas. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No añadió una palabra en toda la noche. Inés, haciendo labor junto a la lámpara, lo veía enrojecer y palidecer alternativamente; dejó la labor y se puso a rezar el rosario. Al día siguiente, el mismo silencio. La noche del otro día se produjo un incendio en la cárcel de Torre Vieja. Murieron dos presos, pero, a pesar de toda la vigilancia del jefe de policía y sus guardianes, todos los demás lograron escaparse. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Inés no dijo una palabra a don Blas, ni él a ella. Al día siguiente, al volver a casa don Blas, ya no vio a Sancha. Se arrojó en brazos de Inés. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Habían pasado dieciocho meses desde el incendio de Torre Vieja, cuando un viajero cubierto de polvo se apeó de un caballo ante la peor posada del pueblo de La Zuia, situado en las montañas a legua y media de Granada, mientras que Alcolote está al norte. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Estos alrededores de Granada son como un oasis encantado en medio de las llanuras abrasadas de Andalucía. Es la comarca más bella de España. Pero ¿era sólo la curiosidad lo que guiaba al viajero? Por su atuendo, se le tomaría por un catalán. Su pasaporte, expedido en Mallorca, estaba, en efecto, visado en Barcelona, donde había desembarcado. El dueño de aquella mala posada era muy pobre. El viajero catalán, al entregarle su pasaporte, que llevaba el nombre de don Pablo Rodil, le miró. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"></span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Sí, señor viajero -le dijo el hostelero-, si la policía de Granada pregunta por su señoría, le avisaré. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El viajero dijo que quería ver aquella tierra tan hermosa; salía una hora antes de amanecer y no volvía hasta mediodía, a pleno calor, cuando todos estaban comiendo o durmiendo la. siesta. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Fernando iba a pasar horas enteras en una colina cubierta de fresca hiedra. Desde allí veía el antiguo palacio de la inquisición de Granada, ahora habitado por don Blas y por Inés. No podía apartar los ojos de los ennegrecidos muros de aquel palacio, que se aliaba como un gigante en medio de las casas de la ciudad. Al salir de Mallorca, don Fernando se había prometido no entrar en Granada. Un día no pudo resistir un arrebato y fue a pasar por la estrecha calle sobre la que se levantaba la alta fachada del palacio de la inquisición. Entró en la tienda de un artesano y encontró un pretexto para detenerse en ella y hablar. El artesano le indicó las ventanas del aposento de doña Inés. Estaban en un segundo piso muy alto. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A la hora de la siesta, don Fernando volvió tomar el camino de La Zuia, con el corazón devorado por toda las furias de los celos. Hubiera querido apuñalar a Inés y luego matarse. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">¡Carácter débil y cobarde! -se repetía con rabia-. ¡Es capaz de amarlo si se figura que tal es su deber! </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A la vuelta de una calle encontró a Sancha. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Ah, amiga mía! -exclamó, sin que pareciera que le hablaba-. Me llamo don Pablo Rodil y me hospedo en la Posada del Ángel, en La Zuia. ¿Podrás estar mañana en la iglesia parroquial a la hora del Ángelus, de la tarde? </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Estaré -dijo Sancha, sin mirarle. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A la noche siguiente, don Fernando vio a Sancha y siguió sin decir palabra hacia su hostería; Sancha entró sin que la vieran. Fernando cerró la puerta. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué me dice? -preguntó Fernando con lágrimas en los ojos. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ya no sirvo en su casa. Hace dieciocho meses que me despidió sin motivo, sin explicación. La verdad, yo creo que ama a don Blas. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Que ama a don Blas! -exclamó don Fernando, secándose las lágrimas-. ¡Sólo eso me faltaba! </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Cuando me despidió -continuó Sancha-, me arrojé a sus pies suplicándole que me dijera por qué me echaba. Me contestó fríamente: «Lo manda mi marido.» ¡Sin una palabra más! Ya la ha visto usted, tan piadosa; ahora se pasa la vida rezando. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Blas, para dar gusto al partido reinante, había conseguido que se cediera a unas religiosas clarisas la mitad del palacio de la inquisición, donde él vivía. Estas damas se habían establecido allí y habían terminado recientemente su iglesia. Doña Inés se pasaba la vida en ella. En cuanto don Blas salía de casa, se podía tener la seguridad de verla arrodillada ante el altar de la adoración perpetua. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Que ama a don Blas! -repitió don Fernando. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-La víspera del día que me despidió -continuó Sancha-, doña Inés me hablaba... </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Está contenta? -interrumpió don Fernando. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No, contenta no, pero sí de un humor igual y dulce, muy diferente de como usted la conoció; ya no tiene aquellos momentos de vivacidad y locura, como decía el cura. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡La infame! -exclamó don Fernando, paseándose por la estancia como un león enjaulado-. ¡Así cumple sus juramentos! ¡Así es como me amaba! Ni siquiera está triste, y yo... </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Como le iba diciendo a su señoría -prosiguió Sancha-, la víspera del día que me despidió, doña Inés me hablaba con cariño, con bondad, como antiguamente en Alcolote. Al día siguiente, un «lo manda mi marido» fue lo único que se le ocurrió decirme, entregándome un papel firmado por ella en que me señalaba una buena renta de ochocientos reales. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Ah, dame ese papel! -dijo don Fernando. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cubrió de besos la firma de Inés. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y hablaba de mí? </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Nunca; tanto es así, que una vez el viejo don Jaime le reprochó delante de mí haber olvidado a un vecino tan bueno. Doña Inés palideció y no contestó. Tan pronto como acompañó a su padre hasta la puerta, corrió a encerrarse en la capilla. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Soy un necio, nada más -exclamó don Fernando-. ¡Cómo voy a odiarla! No hablemos más... Ha sido una suerte para mí entrar en Granada, y mil veces más suerte haberte encontrado... ¿Y tú qué haces? </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Puse una tienda en el pueblecito de Albaracen, a media legua de Granada. Tengo -añadió bajando la voz- unos géneros muy bonitos, cosas inglesas que me traen los contrabandistas de las Alpujarras. Tengo en mis baúles más de diez mil reales de mercancías catas. Estoy contenta. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ya entiendo -dijo don Fernando-: tienes un amante entre los valientes de los montes de las Alpujarras. Nunca más volveré a verte. Toma, llévate este reloj como recuerdo mío. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sancha se iba. Fernando la retuvo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y si me presentara ante ella? -dijo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Huiría de usted, así tuviera que tirarse por la ventana. Tenga cuidado -dijo Sancha, volviendo hacia don Fernando-; por muy disfrazada que fuera, le detendrían ocho o diez espías que rondan constantemente en torno a la casa. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Fernando, avergonzado de su flaqueza, no dijo una palabra más. Había decidido salir al día siguiente para Mallorca. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al cabo de ocho días, pasó por casualidad por el pueblo de Albaracen. Los bandidos acababan de detener al capitán general O’Donnell y lo habían tenido una hora tendido boca abajo en el barro. Don Fernando vio a Sancha corriendo muy atareada. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No tengo tiempo de hablar con su señoría -le dijo-; vaya a mi casa. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La tiendo de Sancha estaba cerrada; Sancha se apresuraba a meter sus géneros ingleses en una gran arca negra, de roble. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Quizás nos ataquen aquí esta noche -dijo a don Fernando-. El jefe de esos bandidos es enemigo personal de un contrabandista amigo mío. Entrarían a saco en esta tienda antes que en ningún otro sitio. Vengo de Granada; doña Inés, que después de todo es muy buena, me ha dado permiso para dejar en su cuarto mis mejores mercancías. Don Blas no verá esta arca que está llena de contrabando, y si por desgracia la viera doña Inés encontraría una disculpa.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se apresuró a colocar sus tules y chales. Don Fernando la miraba manipular. De pronto se precipitó hacia el arca, sacó los tules y chales y se metió él en su lugar. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Se ha vuelto loco? -dijo Sancha, asustada. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Toma, aquí tienes cincuenta onzas, pero que el cielo me mate si salgo de esta arca antes de estar en el palacio de la inquisición de Granada. Quiero verla. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Por más que Sancha pudiera decir, don Fernando no la escuchó. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"></span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando ella estaba hablando todavía, entró Zanga, un mozo de cordel, primo de Sancha, que iba a llevar el arca en su mulo a Granada. Al ruido que hizo al entrar, don Fernando se había apresurado a bajar sobre él la tapa del arca. Por si acaso, Sancha la cerró con llave. Era más imprudente dejarla abierta. A eso de las once de la mañana de un día del mes de junio, don Fernando entró en Granada transportado en un arca; estaba a punto de asfixiarse. Llegaron al palacio de la inquisición. Mientras Zanga subía la escalera, don Fernando tenía la esperanza de que dejarían el arca en el segundo piso, y quizá en la habitación de Inés. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando cerraron las puertas y ya no oyó ningún ruido, intentó, con ayuda de su puñal, abrir la cerradura del arca. Lo consiguió. Con indecible alegría se dio cuenta de que estaba, en efecto, en el dormitorio de Inés. Vio vestidos de mujer y reconoció junto a la cama un crucifijo que en otro tiempo estaba en su cuartito de Alcolote. Una vez, después de una violenta disputa, Inés lo llevó a su habitación y ante aquel crucifijo le juró amor eterno.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Hacía muchísimo calor y la habitación estaba muy oscura. Las persianas estaban cerradas, lo mismo que las grandes cortinas, de finísima muselina de las indias, drapeadas hasta el suelo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Apenas alteraba el profundo silencio el rumor de un pequeño surtidor que, subiendo a unos cuantos pies en un rincón del aposento, volvía a caer en su concha de mármol negro. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El ruido tan leve de este pequeño surtidor hacía estremecer a don Fernando, que había dado en su vida veinte pruebas del más audaz arrojo. Estaba lejos de encontrar en el cuarto de Inés aquella felicidad perfecta que tantas veces había soñado en Mallorca pensando en los medios de llegar a aquella habitación. Desterrado, dolorido, separado de los suyos, un amor apasionado y que en la persistencia y la uniformidad de la desgracia había llegado casi a la locura, constituía todo el carácter de don Fernando. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En este momento, un único sentimiento lo embargaba: el miedo a hacer enfadar a aquella Inés, a la que él sabía tan casta y tímida. Si yo no creyera que el lector conoce algo la manera de ser, singular y apasionada, de la gente meridional, me daría vergüenza confesarlo: don Fernando estuvo a punto de desmayarse cuando, poco después de dar las dos en el reloj del convento, oyó en medio del profundo silencio unos pasos ligeros subiendo la escalera de mármol. En seguida se acercaron a la puerta. Don Fernando reconoció el andar de Inés y, no atreviéndose a afrontar el primer momento de indignación de una persona tan fiel a sus deberes, se escondió en el arca. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El calor era abrumador, profunda la oscuridad. Inés se acostó, y en seguida la tranquilidad de su respiración hizo comprender a don Fernando que estaba dormida. Sólo entonces se atrevió a acercarse a la cama. Y vio a aquella Inés que desde hacía tantos años era su único pensamiento. Sola, a su merced en la inocencia de su sueño, le dio miedo. Este singular sentimiento aumentó cuando se dio cuenta de que, en los dos años que él había pasado sin verla, su semblante había tomado una impronta de fría dignidad que él no le conocía. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sin embargo, la felicidad de volver a verla penetró poco a poco en su alma; ¡formaba su relativa desnudez un contraste tan encantador con aquel aire de dignidad severa! </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Comprendió que la primera idea de Inés al verlo sería huir. Fue a cerrar la puerta y retiró la llave. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Por fin llegó el momento que iba a decidir todo su porvenir. Inés hizo unos movimientos, estaba a punto de despertarse; Fernando tuvo la inspiración de ir a arrodillarse ante el crucifijo que ya en Alcolote estaba en el dormitorio de Inés. Cuando ésta abrió los ojos, todavía adormilados, pensó que Fernando acababa de morir lejos y que aquella imagen suya que veía ante el crucifijo era una visión. Permaneció inmóvil y erguida ante la cama y con las manos juntas. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Pobre desdichado! -dijo con una voz trémula y casi inaudible. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Fernando, de rodillas aún y un poco en escorzo<sup><a href="http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/stendhal/arca.htm#1" style="text-decoration: none;" target="_self"><span style="font-size: x-small;">1</span></a></sup> para mirarla, le señalaba el crucifijo; pero, en su turbación, hizo un movimiento. Inés, ya del todo despierta, comprendió la verdad y huyó hacia la puerta, encontrándola cerrada. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Qué osadía! -exclamó-. ¡Salga de aquí, don Fernando! </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Inés se retiró al rincón más lejano, hacia el pequeño surtidor. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡No se acerque, no se acerque! -repetía con voz convulsa-. ¡Salga de aquí!</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En sus ojos brillaba el resplandor de la virtud más pura. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No, no me marcharé antes de que me oigas. Han pasado dos años y no puedo olvidarte; noche y día tengo tu imagen ante los ojos. ¿No me juraste ante esta cruz que serías mía para siempre? </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Salga de aquí -le repetía ella con furia-, o llamo y nos degollarán a los dos! </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se dirigió hacia una campanilla, pero don Fernando se le adelantó y la estrechó en sus brazos. Don Fernando estaba temblando; Inés lo notó muy bien y perdió toda la fuerza que le daba la ira. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Fernando ya no se dejó dominar por los pensamientos de amor y voluptuosidad y se atuvo estrictamente a su deber. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Temblaba más que Inés, pues se daba cuenta de que acababa de obrar con ella como un enemigo; pero no encontró cólera ni arrebato. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Es que quieres la muerte de mi alma inmortal? -le dijo Inés-. Por lo menos, cree una cosa: que te adoro y nunca amé a nadie más que a ti. Ni un solo minuto de la abominable vida que llevo desde mi boda he dejado de pensar en ti. Era un pecado espantoso; he hecho cuanto he podido por olvidarte, pero en vano. No te horrorices de mi impiedad, Fernando mío. ¿Lo creerás? Muchas veces, ese santo crucifijo que aquí ves, junto a mi cama, ya no me presenta la imagen del Salvador que ha de juzgarnos, sólo me recuerda los juramentos que te hice extendiendo la mano hacia él en mi cuartito de Alcolote. ¡Ah, estamos condenados, irremisiblemente condenados, Fernando! -exclamó arrebatada-; seamos al menos plenamente dichosos los pocos días que nos quedan de vida. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Este lenguaje quitó todo temor a don Fernando; comenzó para él la felicidad. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Es que me perdonas? ¿Me amas todavía?... </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Las horas volaban. Anochecía. Fernando le contó la inspiración súbita que le había venido aquella mañana al ver el arca. Los sacó de su embeleso un gran ruido que se produjo cerca de la puerta de la habitación. Era don Blas, que venía a buscar a su mujer para el paseo vespertino. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Dile que te has puesto mala por el gran calor que hace -dijo don Fernando a Inés-. Voy a meterme en el arca. Aquí tienes la llave de la puerta; haz como que no puedes abrir, dale la vuelta al revés, hasta que oigas el ruido que hará la cerradura del arca al cerrarse. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Todo salió muy bien. Don Blas creyó en el malestar producido por el calor. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Pobrecita! -exclamó, disculpándose por haberla despertado tan bruscamente. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La cogió en brazos y la llevó a la cama. Estaba abrumándola con tiernísimas caricias, cuando se fijó en el arca. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Qué es eso? -preguntó, frunciendo el entrecejo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"></span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pareció despertarse de pronto toda su sagacidad de jefe de policía. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Esto en mi casa! -repitió cinco o seis veces, mientras doña Inés le contaba los temores de Sancha y la historia del arca. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Dame la llave -dijo don Blas con gesto duro. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No quise recibirla -contestó Inés-: podría encontrarla uno de tus criados. A Sancha le gustó mucho que me negara a quedarme con la llave. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Muy bien! -exclamó don Blas-; pero yo tengo en la caja de mis pistolas los medios necesarios para abrir todas las cerraduras del mundo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Se dirigió a la cabecera de la cama, abrió una caja llena de armas y se acercó al arca con un paquete de ganzúas inglesas. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Inés abrió las persianas de una ventana y se inclinó hacia fuera como para poder arrojarse a la calle en el momento en que don Blas descubriera a Fernando. Pero el odio que Fernando tenía a don Blas le había devuelto toda su sangre fría, y se le ocurrió poner la punta de su puñal detrás del pestillo de la mala cerradura del arca; don Blas manipuló en vano con sus ganzúas inglesas. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Qué raro! -dijo don Blas, incorporándose- estas ganzúas no me habían fallado nunca. Querida Inés, retrasaremos el paseo. Con la idea de esta arca, que quizá esté llena de papeles criminales, no estaría contento ni siquiera al lado tuyo. ¿Quién me dice que, en mi ausencia, el obispo, enemigo mío, no hará un registro en mi casa valiéndose de una orden arrancada con engaño al rey? Voy a ir a mi despacho y volveré en seguida con un cerrajero que lo hará mejor que yo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Salió. Doña Inés dejó la ventana para cerrar la puerta. En vano le suplicó don Fernando que huyera con él. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No conoces la vigilancia del terrible don Blas -le dijo-; en unos minutos puede ponerse en comunicación con sus agentes a varias leguas de Granada. ¡Ojalá pudiera yo huir contigo para ir a vivir en Inglaterra! Figúrate que esta casa tan grande es registrada cada día hasta en los menores rincones. Sin embargo, voy a intentar esconderte. Si me amas, sé prudente, pues yo no sobreviviría. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La conversación fue interrumpida por un gran golpe en la puerta; Fernando se puso detrás de ésta con el puñal en la mano. Afortunadamente, no era más que Sancha. Se lo contaron todo en dos palabras. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pero, señora, usted no piensa que al esconder a don Fernando, don Blas encontrará el arca vacía. ¿Qué podremos meter en ella en tan poco tiempo? Pero, en el apuro, se me olvidaba una buena noticia: toda la población está en vilo y don Blas muy ocupado. A don Pedro Ramos, el diputado a Cortes, lo insultó un voluntario realista en el café de la Plaza Mayor, y don Pedro acaba de matarlo a puñaladas. He visto ahora a don Blas rodeado de sus esbirros en la Puerta del Sol. Esconda a dan Fernando, voy a buscar por todas partes a Zanga para que venga a llevarse el arca con don Fernando dentro. Pero ¿nos dará tiempo? Lleven el arca a otra habitación, para tener una primera respuesta que dar a don Blas y que no lo mate de repente. Dígale que fui yo quien mandó trasladar el arca y quien la abrió. Sobre todo, no nos hagamos ilusiones: ¡si don Blas vuelve antes que yo, morimos todos! </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los consejos de Sancha no impresionaron mucho a los amantes; llevaron el arca a un pasadizo oscuro y se contaron la historia de sus vidas desde hacía dos años. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No encontrarás reproches en tu amiga -decía Inés a don Fernando-; te obedeceré en todo: tengo el presentimiento de que nuestra vida no será larga. No sabes en qué poco tiene don Blas su vida y la ajena; descubrirá que te he visto y me matará ¿Qué encontraré en la otra vida? -continuó, después de un momento de abstracción-; ¡castigos eternos! </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y se arrojó al cuello de Fernando. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Soy la más feliz de las mujeres -exclamó-. Si encuentras algún medio para vernos, házmelo saber por Sancha; tienes una esclava que se llama Inés. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Zanga no volvió hasta la noche; se llevó el arca, en la que se había vuelto a meter Fernando. Varias veces lo interrogaron las patrullas de esbirros, que buscaban por todas partes al diputado liberal sin encontrarlo; como Zanga les decía que el arca que llevaba pertenecía a don Blas, siempre lo dejaban pasar. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La última vez lo pararon en una calle solitaria que bordea el cementerio; lo separaba de éste, que está a doce o quince pies más abajo, un muro que, por el lado de la calle, permite apoyarse en él. Y en él apoyaba Zanga el arca mientras contestaba a los esbirros. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Como le habían hecho llevarse rápidamente el arca por miedo a que volviera don Blas, la había cargada de tal grado, que don Fernando iba cabeza abajo; esta posición le producía un dolor insoportable; esperaba llegar pronto, y cuando notó el arca inmóvil, perdió la paciencia; reinaba en la calle un gran silencio; don Fernando calculó que debían de ser lo menos las nueve de la noche. «Unos cuantos ducados -pensó- me asegurarán la discreción de Zanga». Vencido por el dolor, le dijo en voz muy baja: </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Da la vuelta al arca; así estoy sufriendo terriblemente. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El cargador, que, a tan avanzada hora, no estaba muy tranquilo contra la pared del cementerio, se asustó de aquella voz tan cerca de su oído; creyó estar oyendo a un aparecido y huyó a todo correr. El arca quedó en pie sobre el parapeto; el dolor de don Fernando iba en aumento. Al no recibir respuesta da Zanga, comprendió que lo había abandonado. Por mucho peligro que hubiera, decidió abrir el arca. Hizo un movimiento violento que lo precipitó al cementerio. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El choque de la caída lo aturdió y tardó unos momentos en recobrar el conocimiento; veía las estrellas brillar sobre su cabeza: al caer el arca se había abierto la cerradura, y él se encontró tendido en la tierra recién removida de una tumba. Pensó en el peligro que podía correr Inés y esto le devolvió toda su fuerza. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Le corría la sangre, estaba muy maltrecho, pero consiguió levantarse y después andar; le costó algún trabajo escalar el muro del cementerio y luego llegar a casa de Sancha. Esta, al verlo ensangrentado, creyó que don Blas lo había descubierto. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Hay que reconocer -le dijo riendo, cuando se tranquilizó a este respecto -que nos has metido en un buen lío. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Convinieron en que había que aprovechar la noche a todo trance para llevarse el arca caída en el cementerio. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Si mañana un espía de don Blas descubre esa maldita arca, muertas somos doña Inés y yo -dijo Sancha. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Seguramente está manchada de sangre -observó don Fernando. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Zanga era el único hombre que podían utilizar. Hablando de él estaban, cuando llamó a la puerta de Sancha, que le causó gran asombro diciéndole: </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ya sé lo que vienes a contarme. Abandonaste mi arca y se cayó al cementerio con todas mis mercancías de contrabando. ¡Qué pérdida para mí! Verás lo que va a ocurrir: don Blas te interrogará esta noche o mañana por la mañana. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"></span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ay de mí, estoy perdido! -exclamó Zanga. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Estás salvado si contestas que al salir del palacio de la inquisición trajiste el arca a mi casa. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Zanga estaba muy disgustado por haber comprometido las mercancías de su prima, pero había tenido miedo del aparecido; ahora tenía miedo de don Blas y parecía incapaz de comprender las cosas más sencillas. Sancha le repetía con todo detalle sus instrucciones sobre lo que tenía que contestar al jefe de policía para no comprometer a nadie. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Aquí tienes diez ducados para ti -le dijo don Fernando, apareciendo de repente-; pero, si no dices exactamente lo que te ha explicado Sancha, este puñal te matará. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y quien es vuestra merced, señor? -preguntó Zanga. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Un desdichado «negro» perseguido por los voluntarios realistas.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Zanga estaba perplejo; su pavor llegó al extremo cuando vio entrar a dos de los esbirros de don Blas. Uno de ellos se apoderó de él y lo condujo ante su jefe. El otro venía simplemente a notificar a Sancha que tenía que comparecer en el palacio de la inquisición; su misión era menos severa. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sancha bromeó con él y lo animó a probar un excelente vino Rancio (sic). Quería hacerle hablar para que diera algunas indicaciones a don Fernando, el cual podía oírlo todo desde el lugar donde estaba escondido. El esbirro contó que Zanga, huyendo del aparecido, había entrado pálido como la muerte en una taberna, donde contó su aventura. En aquella taberna se encontraba uno de los espías encargados de descubrir al «negro», o liberal, que había matado a un realista, y fue corriendo con su informe a don Blas.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pero nuestro jefe, que no es tonto -añadió el esbirro-, dijo en seguida que la voz que había oído Zanga era la del «negro» escondido en el cementerio. Me mandó a buscar el arca y la encontramos abierta y manchada de sangre. Don Blas pareció muy sorprendido y me ha mandado aquí. Vamos. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">«Muertas somos Inés y yo -se decía Sancha, dirigiéndose con su esbirro al palacio de la Inquisición-. Don Blas habrá reconocido el arca; en este momento ya sabe que un extraño se introdujo en su casa.» </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La noche era muy oscura. Por un momento, Sancha tuvo la idea de escapar. «Pero no -se dijo-, sería infame abandonar a doña Inés, que es tan inocente y en este momento no debe de saber qué contestar.» </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al llegar al palacio de la inquisición, le extrañó que la hicieran subir al segundo piso, al aposento mismo de Inés. El lugar de la escena le pareció de siniestro augurio. La habitación estaba muy iluminada. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Encontró a doña Inés sentada junto a una mesa, a don Blas de pie a su lado, echando chispas por los ojos, y, ante ellos, abierta, el arca fatal. Estaba toda manchada de sangre. En el momento en que entró Sancha, don Blas estaba interrogando a Zanga. Lo hicieron salir inmediatamente. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">«¿Nos habrá traicionado? -se decía Sancha-. ¿Habrá entendido lo que le dije que contestara? La vida de doña Inés está en sus manos.» </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sancha miró a doña Inés para tranquilizarla; no vio en sus ojos más que serenidad y entereza. Sancha se quedó atónita. «¿De dónde saca tanto valor esta mujer tan apocada?» Desde las primeras palabras de su respuesta a las preguntas de don Blas, Sancha observó que este hombre, habitualmente tan dueño de sí mismo, estaba como loco. Pronto se dijo, hablándose a sí mismo: </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡La cosa está clara! </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Doña Inés debió de oír estas palabras, como las oyó Sancha, pues dijo con un tono muy natural: </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Con tantas velas encendidas, esto está como un horno. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y se acercó a la ventana. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sancha sabía cuál era su proyecto unas horas antes, y comprendió aquel movimiento. Fingió un violento ataque de nervios. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Esos hombres quieren matarme -exclamó- porque salvé a don Pedro Ramos. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y agarró fuertemente a Inés por la muñeca. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En medio del extravío de un ataque de nervios, las medias palabras de Sancha decían que, a poco de llevar Zanga a su casa el arca de los géneros, irrumpió en su cuarto un hombre todo ensangrentado y con un puñal en la mano. «Acabo de matar a un voluntario realista -había dicho- y los compañeros del muerto me están buscando. Si usted no me socorre, me matan ante sus propios ojos...».</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Ah, vean esta sangre en mi mano -exclamó Sancha, como enajenada-, quieren matarme! </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Siga -dijo don Blas fríamente. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Don Ramos me dijo: «El prior del convento de los Jerónimos es tío mío; si puedo llegar a su convento, estoy salvado.» Yo temblaba de miedo; don Pedro vio el arca abierta, de donde yo acababa de sacar mis tules ingleses. De pronto va y arranca los paquetes que todavía quedaban en el arca, y se mete él dentro. «Cierre con llave sobre mí -exclamó- y que lleven el arca al convento de los Jerónimos sin perder momento.» Y me echó un puñado de ducados; aquí los tiene: es el precio de una impiedad, me horrorizan... </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Bueno, menos cuentos! -exclamó don Blas. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Tenía miedo de que me matara si no obedecía -continuó Sancha-; tenía aún en la mano izquierda el puñal, lleno de la sangre del pobre voluntario realista. Tuve miedo, lo confieso; mandé a buscara Zanga, y éste cogió el arca y la llevó al convento. Yo tenía... </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Ni una palabra más o eres muerta -la interrumpió don Blas, a punto de adivinar que Sancha quería ganar tiempo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A una señal de don Blas, salen en busca de Zanga. Sancha observa que don Blas, habitualmente impasible, está fuera de sí; tiene dudas sobre la persona a la que, desde hacía dos años, creía fiel. El calor parece agobiarle. Pero nada más ver a Zanga, conducido por el esbirro, se arroja sobre él y le aprieta furiosamente el brazo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">«Llegó el momento fatal -se dijo Sancha-. De este hombre depende la vida de doña Inés y la mía. Me es muy fiel, pero esta noche, asustado por el aparecido y por el puñal de don Fernando, ¡sabe Dios lo que va a decir!». </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Zanga, violentamente sacudido por don Blas, lo miraba con ojos espantados y sin contestar.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">«¡Dios mío! -pensó Sancha-, lo van a hacer prestar juramento de decir la verdad, y, como es tan devoto; no querrá mentir por nada del mundo.» </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Por casualidad, don Blas, que estaba en su tribunal, olvidó hacer que el testigo prestara juramento. Por fin Zanga, estimulado por el gran peligro, por las miradas de Sancha y por su mismo miedo, se decidió a hablar. Fuera por prudencia o por verdadera turbación, su relato resultó muy embrollado. Dijo que, llamado por Sancha para cargar otra vez el arca que había traído poco antes del palacio de monseñor el jefe de policía, le había parecido mucho más pesada. Como no podía más, al pasar por el muro del cementerio la apoyó en el parapeto. Oyó muy cerca de su oído una voz quejumbrosa y echó a correr. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Don Blas lo asediaba a preguntas, pero parecía él mismo abrumado de cansancio. Ya muy avanzada la noche, suspendió el interrogatorio para reanudarlo a la mañana siguiente. Zanga no se había cortado todavía. Sancha pidió a Inés que le permitiera ocupar el gabinete contiguo a su dormitorio, donde antes pasaba la noche. Probablemente don Blas no oyó las pocas palabras que se dijeron a este respecto. Inés, que temblaba por don Fernando, fue a buscar a Sancha. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Don Fernando está a salvo, pero -continuó Sancha- la vida de usted y la mía penden de un hilo. Don Blas sospecha. Mañana por la mañana va a amenazar en serio a Zanga y a hacerle hablar por medio del fraile que confiesa a ese hombre y que tiene mucho dominio sobre él. El cuento que yo he contado no servía mas que para salir del paso en el primer momento. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Bueno, pues, huye, querida Sancha -repuso Inés, con su dulzura acostumbrada y como si no la preocupara en absoluto la suerte que a ella misma la esperaba a las pocas horas-. Déjame morir sola. Moriré dichosa: tengo conmigo la imagen de don Fernando. La vida no es demasiado para pagar la felicidad de haber vuelto a verlo al cabo de dos años. Te ordeno que me dejes ahora mismo. Vas a bajar al patio grande y a esconderte junto a la puerta. Espero que podrás salvarte. Sólo te pido una cosa: entrega esta cruz de diamantes a don Fernando y dile que muero bendiciendo la idea que tuvo de volver de Mallorca. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al apuntar el alba y oír el toque del Ángelus, doña Inés despenó a su marido para decirle que iba a oír la primera misa del convento de las Clarisas. Aunque este convento estaba en la casa, don Blas, sin contestarle una palabra, hizo que la acompañaran cuatro de sus criados. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al llegar a la iglesia, Inés se arrodilló junto a la teja de las religiosas. Pasado un momento, los guardianes que don Blas había puesto a su mujer vieron abrirse la reja. Doña Inés entró en la clausura. Declaró que, en un voto secreto, se había hecho monja y no saldría jamás del convento. Don Blas acudió a reclamar a su mujer, pero la abadesa había mandado aviso al obispo. El prelado contestó en tono paternal a los arrebatos de don Blas. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Desde luego, la ilustrísima doña Inés Bustos y Mosquera no tiene derecho a consagrarse al Señor si es esposa legítima de usted; pero doña Inés teme que en su casamiento hubo ciertas causas de nulidad. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A los pocos días, doña Inés, que estaba en pleito con su marido, apareció en su cama acribillada a puñaladas. Y, como consecuencia de una conspiración descubierta por don Blas, el hermano de Inés y don Fernando acaban de ser decapitados en la plaza de Granada.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-9326723781176501852011-02-27T15:57:00.000-08:002011-02-27T15:57:04.519-08:00"EL TELEFONO" (Augusto Mario Delfino)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjVSwmepRmOWEAr7YbSLWx9z41R53-ivQ-byw1JifFGKLZ_roHDmV5JHvDul6e7wcPCRoBh1eKMdQqcSr1MgES-L6lKB16W3RQ-M9551nOVH2HE3JF3_obeHvv4p5LY3R6eUnW4nNec86fL/s1600/AUGUSTO+MARIO+DELFINO.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" l6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjVSwmepRmOWEAr7YbSLWx9z41R53-ivQ-byw1JifFGKLZ_roHDmV5JHvDul6e7wcPCRoBh1eKMdQqcSr1MgES-L6lKB16W3RQ-M9551nOVH2HE3JF3_obeHvv4p5LY3R6eUnW4nNec86fL/s1600/AUGUSTO+MARIO+DELFINO.jpg" /></a></div><div class="MsoBodyText2"><br />
</div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Sobre la mesita del pasillo, el teléfono está silencioso desde las cuatro de la tarde.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Hebe lo mira, y le dice a Berta, su hermana menor:</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Nadie ha llamado.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD" style="mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-size: 10.0pt;">Berta alza levemente los hombros y al mirar, a su vez, al teléfono advierte sobre la mesita las rosas mustias en un florero de cristal.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Están ahí desde anteayer.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Las trajo Hebe.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Lo recuerda minuciosamente, detalle por detalle.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Eran las ocho y media de la noche.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Hebe llegó de la calle. Traía las rosas envueltas en un papel transparente.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Antes de besar a la madre, que en el living<i style="mso-bidi-font-style: normal;"> </i>leía el diario; antes de saludarla a ella, tomó el florero, fue a la cocina para llenarlo de agua, volvió y cuando había empezado a colocar las flores, sonó la campanilla del teléfono.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Hebe atendió.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Berta le oyó decir:</span><span lang="ES-TRAD" style="font-size: 11pt; mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-family: Times New Roman; mso-bidi-font-size: 10.0pt;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Sí, papá.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Que comas bien.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Que te diviertas.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Entonces, Berta se acercó a la hermana. </span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"></span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-¿Avisó que no viene a comer?</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Lo invitaron unos amigos. Decíselo a mamá.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">A las nueve y cuarto se sentaron a la mesa, las tres.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Encendieron la radio; conversaron de cosas sin importancia, imprecisables.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Eran casi las diez cuando llegó Alberto, el hermano, quien, con su tono de siempre, que tanto puede ser alegre como despreocupado, atajó el fastidio de la mucama:</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText3"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Amelia: sírvame todo junto y lo más frío que sea posible. Quiero terminar cuanto antes, porque esta noche va a ser la noche más </span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"></span></span></div><div class="MsoBodyText3"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">importante de mi vida.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD" style="mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-size: 10.0pt;">La madre lo<b style="mso-bidi-font-weight: normal;"> </b>miró como reprochándole: "¿Cuándo dejarás de ser un chiquilín?", pero nada dijo porque sabe que Hebe y Berta le festejan sus ocurrencias.</span><span lang="ES-TRAD" style="font-size: 11pt; mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-family: Times New Roman; mso-bidi-font-size: 10.0pt;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Acababan de tomar el café cuando sonó el teléfono. Atendió Amelia.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Es para usted, niño.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-¿No les decía? -se jactó Alberto.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Y salió del comedor como si ya lo estuviese contemplando una de sus amigas.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Las cuatro mujeres le oyeron decir -¿Pero es posible? -después nada pudieron escuchar, porque él habló con voz muy baja.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Volvió pálido, brillantes los ojos.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-¡Alberto! -lo interrogó la madre-. ¿Qué te pasa?</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD" style="mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-size: 10.0pt;">-Un amigo, mamá.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Tal vez mi mejor amigo, Acaba de sufrir un<b style="mso-bidi-font-weight: normal;"> </b>ataque.</span><span lang="ES-TRAD" style="font-size: 11pt; mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-family: Times New Roman; mso-bidi-font-size: 10.0pt;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-¿Quién es? -le preguntó Berta. </span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"></span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Ustedes no lo conocen.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD" style="mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-size: 10.0pt;">Hebe nada dijo. Se levantó, fue a su dormitorio, se aisló mientras la madre, la hermana, la mucama y la cocinera -mujeres, ahora, confundidas por el secreto de Alberto en la ciudad y la noche- elegían la víctima, sumaban o<b style="mso-bidi-font-weight: normal;"> </b>restaban gravedad, hablaban de fatalidad y alarma.</span><span lang="ES-TRAD" style="font-size: 11pt; mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-family: Times New Roman; mso-bidi-font-size: 10.0pt;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Eran más de las once cuando sonó el teléfono.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Atendió Berta.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Hebe, que se había tendido en la cama, se incorporó, prestó atención.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>La voz de la hermana le confirmó la sospecha.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Salió de su cuarto cuando Berta decía:</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-No, Alberto, no.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Me estás ocultando algo -cuando la madre gritaba:</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD" style="mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-size: 10.0pt;">-¿Qué dice? ¿Qué dice? -cuando Amelia, despertada por el ruido de la<b style="mso-bidi-font-weight: normal;"> </b>campanilla, apareció envuelta en su batón con grandes flores rojas.</span><span lang="ES-TRAD" style="font-size: 11pt; mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-family: Times New Roman; mso-bidi-font-size: 10.0pt;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Berta colgó el auricular. <span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Su mirada eludió la mirada de la madre, encontró la mirada de Hebe.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Papá es el enfermo.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Lo sabía, dijo Hebe.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Después, todo fue esperar.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>La madre aceptó cuanto le decía Amelia para alentarla, para despreocuparla; ella misma se estimuló con el recuerdo de una noche de hace treinta años.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Hebe era recién nacida.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>El marido había salido: la primera vez que salía de noche en siete meses.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Ella, se había quedado dormida en un sillón, junto a la cuna de la niña.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>La despertó el teléfono.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Un amigo llamaba para decirle que no se asustase, que Juan había sufrido un desvanecimiento, que lo habían llevado a la Asistencia Pública y que volvería a su casa en cuanto se le pasara la descompostura.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Cuando el amigo cortó la comunicación, ella gritó, gritó mucho, hasta alarmar a los vecinos, que golpearon inútilmente la puerta.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Cuando Juan, poco más tarde, entró, ella estaba caída en el suelo, ya casi sin pulso.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Berta, que había oído muchas veces la historia, la escuchaba ahora sin prestarle atención.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Estaba pendiente del teléfono.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Hebe, encerrada en el cuarto de baño, dejó correr el agua para que el ruido cubriese sus sollozos.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Amanecía cuando llegó Alberto.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Llegó con dos amigos.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Nada dijo.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Tendió los brazos hacia la madre, lloró.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Después, Berta lo recuerda mientras ve a Hebe que toma el florero, que recoge los pétalos caídos sobre la mesita, todo fue simple y extraño. La mañana trajo mucho cansancio.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Y un sueño pesado, pesado, contra el que tuvo que luchar.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Amelia entró con el diario, pasó con las botellas de la leche, sirvió café, levantó las persianas.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Alberto había salido. Cuando volvió, preguntó por la madre.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Hebe le dijo:</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Está dormida. Le hice poner otra inyección.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Alberto les pidió que se encerrasen en el dormitorio, que no salieran hasta que él no les avisara.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Una hora, -dos horas, tal vez- más tarde, les dijo: </span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"></span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Ahora pueden ir.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Berta querría olvidar. Querría borrar un día y una noche y mediodía más; no acordarse de su casa llena de gente; llena de flores; de su casa con pocas personas que hablaban en voz baja.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Querría olvidarse de Hebe alejándose de Horacio, su novio; de Hebe que, tomándola del brazo, la llevó a la cocina y allí, entre pocillos con restos de café, la asombró al decirle:</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-¿Te acordás de Enrique Arenal? ¿Cómo no te vas a acordar?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Claro que vos eras muy chica.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Tenías doce o trece años.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Era aquel muchacho que vivía al lado de casa, en la calle Serrano.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Me gustaría que estuviera acá.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD" style="mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-size: 10.0pt;">¿Qué le ocurre a Hebe? ¿Fue posible que en una noche así le hablase de tan hombre lejano? Sin duda, lo mandó llamar.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Enrique Arenal debe ser ese<i style="mso-bidi-font-style: normal;"> </i>desconocido que apenas cambió dos palabras con Alberto.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>"¡Qué cambiada está Hebe!<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Será, mejor que rompa con Horacio. ¿Para qué seguir algo que terminaría haciéndolos desdichados a los dos?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Pero aún es muy pronto -se dice-.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Papá le tenía afecto a Horacio. Romper ahora con Horacio sería como traicionarlo a papá."</span><span lang="ES-TRAD" style="font-size: 11pt; mso-ansi-language: ES-TRAD; mso-bidi-font-family: Times New Roman; mso-bidi-font-size: 10.0pt;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Hebe ha vuelto con el florero vacío.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Berta no tardará un minuto más en pedir qué no cometa esa traición.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Hebe... -le dice.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Suena la campanilla del teléfono.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Como quien arrebata un arma de la mano del enceguecido, Berta se apodera del auricular.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Hebe se lo quita con decisión, con dulzura.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Atiendo yo. ¡Hola! -exclama. Y enmudece. Palidece. Las palabras que escucha son como una palpitación en sus mejillas. Van acentuando su palidez.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Los labios, de los que ha desaparecido la sangre y que se ven pálidos a través del rojo postizo, grasoso, apenas insinúan un movimiento.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>La mirada de Hebe se fija en Berta, que se obstina en quedarse ahí.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Como quien cede después de un gran esfuerzo, Hebe asiente-: Sí, soy yo. Pero sí, te había reconocido. Tu voz es la misma. Sí, la misma. Pero no puedo creerlo. No; no puedo creer... Te lo confieso: me hace muy dichosa y al mismo tiempo me entristece mucho. ¿Bien, decís?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Todo lo bien que se puede estar después de esta cosa horrible que ha sucedido. ¿Un viaje? Querés consolarme. Un viaje es distinto. Un viaje tiene la esperanza de la vuelta. No; eso no puedo aceptarlo. ¿Cómo pensar en turnos cuando todos somos iguales?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Decir sí, es como condenar.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>La pobre mamá... Está dormida -Hebe baja la voz.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Berta vuelve la cabeza como para asegurarse de que el silencio llena el resto de la casa. Sí, muchas drogas para hacerla dormir. Ya antes, de madrugada, parecía dormida con los ojos abiertos.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Hablaba como sin comprender que algo espantoso acababa de herirnos.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Más de uno, al verla, habrá pensado que ella no sufría. ¿Más cerca que nosotros, decís?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>No te oigo bien. Sí; sé que no es ruido. Es todo lo contrario. Se borran tus palabras. ¡Hola! ¡Hola! Ahora sí te oigo. ¿Cómo podés<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>eso? ¿Cómo no habría de perdonarte?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>La torpe soy yo, que no atino a decirte todo lo que debería decirte... Si yo no quiero otra cosa que saberte contento, feliz... ¿Y ese ruido? ¿Qué es ese ruido? ¿Trenes? ¿Me estás hablando desde una estación? ¿Y estás solo?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Pobre, pobre mío... Aquí, a mi lado, está Berta. Se lo diré. Se lo diré con tus mismas palabras. No; Alberto ha salido. Tenía cosas que hacer. Cosas urgentes. No; solas no. También está tía Carmen. Se quedará esta noche para acompañarnos. Y hace un momento se fueron las de Oddone. ¿Te acordás de las de Oddone?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Vivían a la vuelta de la calle Serrano.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>María está muy vieja, pero es siempre la misma, parecida a lo que fue.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>En cambio, ¡si hubieses visto a Elisa!<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Un kilo de pintura en la cara, un mamarracho... Pero, ¿cómo te hablo de estas cosas? ¡Tan luego en un día como el de hoyl No; no lloro... ¿Por qué pensás que estoy llorando?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Te hace gracia, ¿no?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Crees que me pongo fea como cuando era chica y lloraba. <span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Pero vos... -Hebe llora.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Las lágrimas ruedan por las mejillas; forman, al juntarse, dos líneas brillantes.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Es que no puedo pronunciar esa palabra. ¿Miedo, decís?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Si yo siempre te quise.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Y te quiero.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>No; ¡qué voy a encontrar en Horacio! Tal vez él no sepa que ya no es nada para mí. En una silla, ¡qué sé yo!, en la pared me pude apoyar, pero no en él. ¿Vas a cortar? ¡No cortes, por favorl No me dejes sola -sola, porque Hebe no ve a la hermana, que la está mirando con asombro, con piedad, con desprecio-. ¡Tengo tantas palabras de cariño que decirte todavía¡ No es lo mismo.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>No es lo mismo que sepas.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Es necesario que las oigas. ¡Hola! ¡Holal ¿Me oís?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Es horrible, otra vez los trenes. ¿Qué te importa que ese hombre se acerque por el andén?<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Está tranquilo.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>No te preocupes por nada de eso.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Para eso soy fuerte. ¿Qué? ¿Nunca más? -Grita como si la golpearan-. ¿Nunca más?</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-¡Hebe! ¿Estás loca? -le dice Berta-. Dame ese tubo. ¡Basta! </span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"></span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Pero detiene su ademán cuando ve que su hermana sonríe, cuando ve en los ojos de la hermana el reflejo de una ternura que ella no comprende.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-¿Así?,<span style="mso-tab-count: 1;"> </span>buenas noches -repite Hebe-. Que descanses, sí; que descanses.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">Coloca el auricular sobre la caja del teléfono, pero sin soltarlo.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>La mano abre los dedos con el movimiento de un animal hermoso y extraño.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Berta está ahí.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Hebe la ve otra vez.<span style="mso-spacerun: yes;"> </span>Dice Hebe:</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div><div class="MsoBodyText2"><span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">-Era papá.</span><span lang="ES-TRAD" style="mso-bidi-font-family: Times New Roman;"> </span></span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-80089647481137305392011-02-26T16:19:00.000-08:002011-02-26T16:21:16.458-08:00"LA MARQUESA" (George Sand)<div align="justify"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEicoar4B6DkGuDtLvFuxfRaDxtj7T3plk31eGW-sTKJ3kqwVNdgQGYQzQoKA-SFzpz1XMgkxwWAWCNfO1Lt9Vd_spDefT7aIePtDyTlvhDBzpRgJuJv-8fNhAToe2gVg67S6gCeE9X1Qgns/s1600/GEORGE+SAND.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" l6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEicoar4B6DkGuDtLvFuxfRaDxtj7T3plk31eGW-sTKJ3kqwVNdgQGYQzQoKA-SFzpz1XMgkxwWAWCNfO1Lt9Vd_spDefT7aIePtDyTlvhDBzpRgJuJv-8fNhAToe2gVg67S6gCeE9X1Qgns/s1600/GEORGE+SAND.jpg" /></a></div><br />
<span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La marquesa de R... no poseía demasiado talento, aunque se dé por sentado en literatura que todas las mujeres mayores deben chispear de ingenio. Su ignorancia era absoluta respecto a los temas que las relaciones sociales no le habían enseñado. Tampoco poseía la excesiva delicadeza de expresión, la penetración exquisita o el maravilloso tacto que distinguen, según dicen, a las mujeres que han vivido mucho. Al contrario, era atolondrada, brusca, franca e incluso a veces cínica. Invalidaba por completo todas las ideas que yo me había forjado respecto a una marquesa de los buenos tiempos. Sin embargo, era marquesa y había frecuentado la corte de Luis XV; pero como, desde entonces, había tenido un carácter excepcional, les ruego que no busquen en su historia un estudio serio de las costumbres de la época. La sociedad me parece tan difícil de conocer bien y de describir en cualquier época, que no quiero intentarlo en absoluto. Me limitaré a contarles los hechos particulares que establecen relaciones de simpatía irrefragable entre los hombres de todas las sociedades y de todos los siglos.<br />
<br />
Nunca había encontrado gran encanto en relacionarme con esta marquesa. Sólo me parecía interesante por la prodigiosa memoria que había conservado de los tiempos de su juventud, y por la viril lucidez con la que sus recuerdos se expresaban. Por lo demás era, como todos los ancianos, olvidadiza con las cosas que habían sucedido la víspera y despreocupada respecto a los acontecimientos que no tenían una influencia directa sobre su destino. No había tenido una de esas bellezas excitantes que, al carecer de brillo y regularidad, no pueden carecer de inteligencia. Una mujer de este tipo adquiría chispa para resultar más atractiva que las que lo eran de verdad. La marquesa, por el contrario, había tenido la desgracia de ser incuestionablemente bella. Sólo vi de ella un retrato que, como todas las mujeres viejas, tenía la coquetería de exhibir ante todas las miradas en su habitación. Aparecía representada como una ninfa cazadora, con un corpiño de raso estampado imitando la piel de tigre, mangas de encaje, un arco de madera de sándalo y una diadema de perlas que lucía sobre sus cabellos rizados. Era, pese a todo, una admirable pintura y, sobre todo, una admirable mujer; alta, esbelta, morena, de ojos negros, facciones severas y nobles, una boca bermeja que no sonreía y unas manos que, según dicen, habían causado desesperación a la princesa de Lamballe. Sin el encaje, el raso y los polvos, habría sido de verdad una de esas ninfas altivas y ágiles que los mortales vislumbran al fondo de los bosques o sobre las laderas de las montañas para enloquecer de amor y pesar.<br />
<br />
Sin embargo, la marquesa no había protagonizado muchas aventuras. Según su propia confesión, había pasado por carecer de talento. Los hombres hastiados de entonces apreciaban menos la belleza por sí misma que por sus arrumacos coquetos. Otras mujeres, infinitamente menos admiradas, le habían quitado a todos sus adoradores, y lo más extraño es que ella no había parecido preocuparse demasiado por ello. Lo que me había contado de su vida, a intervalos, me hacía pensar que aquel corazón no había tenido juventud, y que la frialdad del egoísmo había prevalecido sobre cualquier otra facultad. Sin embargo, yo veía a su alrededor amistades bastante vivas para la vejez; sus nietos la adoraban y hacía el bien sin ostentación; pero como ella no presumía de principios y confesaba no haber amado nunca a su amante, el vizconde de Larrieux, yo no podía encontrar otra explicación a su carácter.<br />
<br />
Una noche la encontré más comunicativa que de costumbre. Había tristeza en sus pensamientos. «Mi querido joven -me dijo-, el vizconde de Larrieux acaba de morir de gota; es un gran dolor para mí, que fui su amiga durante sesenta años. ¡Además es horrible ver cómo se muere uno! No es sorprendente ¡era ya tan viejo!<br />
<br />
-¿Qué edad tenía? -pregunté.<br />
<br />
-Ochenta y cuatro años. Yo tengo ochenta, pero no estoy tan impedida como él estaba, y espero vivir más que él. ¡No importa!, muchos de mis amigos se han marchado este año, y de nada sirve decirse a sí misma que es más joven y más robusta, no puede impedir sentir miedo cuando una ve marcharse así a sus contemporáneos.<br />
<br />
-¿Así que ésos son todos los sentimientos que le dedica a ese pobre Larrieux, que la adoró durante sesenta años, que no dejó de quejarse de su rigor, y que no se desalentó por él jamás? -le dije-. ¡Era un modelo de amantes! ¡Ya no existen hombres semejantes!<br />
<br />
-No lo crea -dijo la marquesa con una fría sonrisa- ese hombre tenía la manía de lamentarse y de considerarse desgraciado. No lo era en absoluto y todo el mundo la sabía.<br />
<br />
Al ver a la marquesa con ganas de hablar, le hice varias preguntas acerca de ese vizconde de Larrieux y de ella misma; y ésta es la singular respuesta que obtuve:<br />
<br />
-Mi querido joven, veo bien que me considera una persona de carácter fastidioso y desigual. Es posible que así sea. Juzgue por sí mismo, voy a contarle toda mi historia y a confesarle defectos que no he desvelado jamás a nadie. Usted que pertenece a una época sin prejuicios, tal vez me encuentre menos culpable de lo que yo misma me considero; pero, sea cual fuere la opinión que se forme de mí, no moriré sin haberme dado a conocer a alguien. Tal vez me ofrezca usted alguna prueba de compasión que mitigue la tristeza de mis recuerdos.<br />
<br />
Me eduqué en Saint-Cyr. La brillante educación que allí se recibía producía efectivamente muy poca cosa. Salí de allí a los dieciséis años para casarme con el marqués de R..., que tenía cincuenta, y no me atreví a quejarme por ello, pues todo el mundo me felicitaba por aquel hermoso matrimonio, y todas las jóvenes sin fortuna envidiaban mi suerte. Siempre he tenido poca inteligencia, pero en aquellos momentos era completamente boba. Aquella educación claustral había acabado de entumecer mis facultades ya de por sí muy lentas. Salí del colegio con una de esas simples inocencias, que se consideran erróneamente como un mérito y que, con frecuencia, perjudican la felicidad de toda nuestra vida.<br />
<br />
Efectivamente, la experiencia que adquirí en seis meses de matrimonio encontró una mente tan limitada para recibirla que no me sirvió de nada. Aprendí, no a conocer la vida, sino a dudar de mí misma. Entré en el mundo con ideas completamente erróneas y con prevenciones cuyo efecto no he podido destruir a lo largo de toda mi vida.<br />
<br />
A los dieciséis años y medio ya era viuda; y mi suegra, que me había tomado afecto por la nulidad de mi carácter, me animó a volver a casarme. Es verdad que estaba embarazada, y que la reducida viudedad que me concedían debería volver a la familia de mi esposo en caso de que yo le diera un padrastro a su heredero. Por lo que, tan pronto como pasó mi duelo, me reintrodujeron en sociedad y me rodearon de admiradores. Yo me encontraba entonces en todo el esplendor de la belleza y, según confesión de todas las mujeres, no había rostro ni figura que se me pudieran comparar.<br />
<br />
Pero mi esposo, aquel libertino viejo y degenerado que no había sentido jamás por mí sino un desdén irónico, y que se había casado conmigo para obtener un puesto prometido a mi consideración, me había dejado tanta aversión por el matrimonio que jamás quise consentir en contraer nuevos vínculos. En mi ignorancia de la vida, pensaba que todos los hombres eran iguales, que todos tenían la misma sequedad de corazón, la despiadada ironía, las caricias frías e insultantes que tanto me habían humillado. Pese a lo torpe que era, había comprendido perfectamente que los escasos arrebatos amorosos de mi marido sólo iban dirigidos a una bella mujer y que no ponía en ellos nada de su alma. Pasados éstos, volvía a ser una tonta de la que se ruborizaba en público, y de la que le habría gustado deshacerse.<br />
<br />
Esta funesta entrada en la vida me desencantó para siempre. Mi corazón, que no estaba probablemente destinado a esta frialdad, se encogió y se rodeó de desconfianza. Le tomé aversión y repugnancia a los hombres. Sus homenajes me insultaron; no vi en ellos sino a taimados que se hacían esclavos para convertirse en tiranos. Les guardé un resentimiento y un odio eternos.<br />
<br />
Cuando no se tiene necesidad de virtud, no se tiene virtud; fue por eso por lo que, pese a las costumbres más austeras, no fui en absoluto virtuosa. ¡Oh! ¡Cuánto lamenté no poder serlo! ¡Cuánto envidié la energía moral y religiosa que combate las pasiones y da color a la vida! ¡La mía fue tan fría y tan nula! ¡Qué no habría dado por tener pasiones que reprimir, una lucha que mantener, por poder ponerme de rodillas y rezar como las jóvenes que yo veía, al salir del colegio, mantenerse honestas en sociedad durante años a fuerza de fervor y resistencia! Yo, desgraciada, ¿qué tenía que hacer en la tierra? Nada más que acicalarme, mostrarme y aburrirme. Yo no tenía corazón, ni remordimientos, ni pavor; mi ángel de la guarda en lugar de velar, dormía. La Virgen y sus castos misterios carecían para mí de consuelo y de poesía. No tenía ninguna necesidad de protecciones celestiales; los peligros no estaban hechos para mí, y me despreciaba por aquello de lo que habría debido gloriarme.<br />
<br />
Pues tengo que decirle que yo me acusaba lo mismo que a los demás cuando encontraba en mí aquella voluntad de no amar que degeneró en impotencia. Le había confiado con frecuencia a las mujeres que me presionaban para que eligiera un marido o un amante, el rechazo que me inspiraban la ingratitud, el egoísmo y la brutalidad de los hombres. Ellas se reían en mi propia cara cuando les hablaba así, asegurándome que todos no eran como mi viejo marido y que tenían secretos para hacerse perdonar sus defectos y vicios. Esta forma de razonar me sublevaba; me sentía humillada de ser mujer al oír a otras mujeres expresar sentimientos tan rastreros, y reír como locas cuando la indignación se me subía a la cara. Imaginaba por un instante valer más que todas ellas.<br />
<br />
Y luego volvía dolorosamente sobre mí misma; el hastío me consumía. La vida de los demás estaba llena, la mía vacía y ociosa. Entonces me acusaba de locura y de ambición desmesurada; y me ponía a creer en todo lo que me habían dicho aquellas mujeres risueñas y filósofas, que tomaban su tiempo como era. Yo me decía que la ignorancia me había perdido, que me había forjado esperanzas quiméricas, que había soñado con hombres leales y perfectos que no existían en este mundo. En una palabra, que me acusaba de todos los agravios que habían cometido conmigo.<br />
<br />
Mientras que las mujeres esperaron verme convertida a sus máximas y a lo que ellas llamaban su cordura, me soportaron. Había incluso alguna que había puesto en mí una gran esperanza de justificación para sí misma; más de una, que había pasado de los testimonios exagerados de una virtud esquiva a una conducta disipada, presumía de verme ofrecer al mundo el ejemplo de una ligereza capaz de excusar la suya. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero cuando vieron que eso no sucedía, que tenía ya veinte años y era incorruptible, sintieron horror de mí; pretendieron que yo era su crítica encarnada y viviente; me pusieron en ridículo ante sus amantes y mi conquista fue objeto de los más ultrajantes proyectos y de las más inmorales empresas. Mujeres de alto rango en sociedad no se ruborizaron en absoluto de tramar entre risas infames complots contra mí y, en la libertad de costumbres del campo, fui atacada de todas las maneras con una saña similar al odio. Hubo hombres que prometieron a sus amantes doblegarme, y mujeres que permitieron a sus amantes intentarlo. Hubo amas de casa que se ofrecieron a extraviar mi razón con la ayuda de los vinos de sus cenas. Tuve amigos y parientes que, para tentarme, me presentaron hombres que yo habría convertido en mis cocheros. Como había tenido la ingenuidad de abrirles toda mi alma, sabían muy bien que lo que me preservaba no era ni la piedad, ni el honor, ni un antiguo amor, sino la desconfianza y un sentimiento involuntario de repulsa; no dejaron de divulgar mi carácter y, sin tener en cuenta las incertidumbres y angustias de mi alma, aseguraron descaradamente que yo despreciaba a todos los hombres. Y no hay nada que les hiera más que ese sentimiento; los hombres perdonan antes el libertinaje que el desdén. Por la que compartieron la aversión que las mujeres sentían por mí; no me buscaron ya sino para satisfacer su venganza y criticarme después. Hallé la ironía y la falsedad escritas sobre todas las frentes, y mi misantropía se incrementó cada día.<br />
<br />
Una mujer inteligente habría sabido cómo actuar; habría perseverado en la resistencia aunque no fuera sino para aumentar la rabia de sus rivales; se habría arrojado abiertamente en la piedad para asociarse a la sociedad de ese reducido número de mujeres virtuosas que, incluso en aquel tiempo, eran motivo de edificación para las personas honestas. Pero yo no tenía la suficiente fuerza de carácter como para hacer frente a la tormenta que se preparaba contra mí. Me veía desamparada, odiada, ignorada; mi reputación estaba sacrificada ya a las más horribles y extrañas imputaciones. Determinadas mujeres, entregadas al más licencioso desenfreno, fingían verse en peligro junto a mí.</span></div><div align="justify"><br />
<span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">II</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Entre tanto, llegó de provincias un hombre sin talento, sin inteligencia, sin ninguna cualidad enérgica o seductora, pero dotado de gran candor y de una rectitud de sentimientos muy escasa en el mundo en el que me desenvolvía. Empecé a decirme que tenía que elegir a alguien, como decían mis compañeras. No podía casarme por ser madre y por carecer de confianza en la bondad de ningún hombre; no creía tener ese derecho. Por lo tanto, tenía que aceptar un amante para estar al nivel de la compañía en la que me habían arrojado. Me decidí por aquel provinciano, cuyo apellido y situación en el mundo me ofrecían una hermosa protección. Era el vizconde de Larrieux.<br />
<br />
Él me amaba con la sinceridad de su alma. Pero ¿tenía alma? Era uno de esos hombres fríos y pragmáticos que ni siquiera poseen la elegancia del vicio y el espíritu de la mentira. Habitualmente me amaba como mi marido me había amado. Sólo estaba impresionado por mi belleza y no se molestaba en descubrir mi corazón. Lo que había en él no era desdén, era ineptitud. Si hubiera hallado en mí fuerza para amar, no habría sabido cómo corresponder a ella. No creo que haya existido un hombre más materialista que aquel pobre Larrieux. Comía con voluptuosidad, se dormía en todos los sillones, y el resto del tiempo lo pasaba tomando tabaco rapé. Por lo que siempre se hallaba ocupado en satisfacer algún apetito físico. No creo que tuviera una idea por día. Antes de hacerle entrar en mi intimidad, sentía amistad por él, porque si bien es cierto que no encontraba en él nada elevado, tampoco encontraba nada perverso; y sólo en eso radicaba su superioridad sobre lo que me rodeaba. Pensé pues, escuchando sus galanterías, que él me reconciliaría con la naturaleza humana y confié en su lealtad. Pero, apenas le hube dado sobre mí esos derechos que las mujeres débiles no recuperan jamás, me persiguió con un tipo de obsesión insoportable, y redujo todo su sistema afectivo a los únicos testimonios que él fuera capaz de apreciar.<br />
<br />
Ya ve, amigo mío, que había pasado de Caribdis a Escila. Aquel hombre, que por su gran apetito y sus costumbres de siesta yo había considerado como de sangre tranquila, no tenía en sí ni siquiera el sentimiento de una fuerte amistad que yo esperaba encontrar. Decía riendo que le resultaba imposible sentir amistad por una bella mujer. ¡Y si supiera a qué llamaba él amor...!<br />
<br />
No tengo en absoluto la pretensión de haber sido hecha de un barro distinto al de las demás criaturas humanas. Ahora que ya no soy de ningún sexo, pienso que entonces era tan mujer como cualquier otra, pero al desarrollo de mis facultades le faltó encontrar un hombre que yo hubiera podido amar lo suficiente como para arrojar algo de poesía sobre los hechos de la vida animal. Pero no era el caso, y usted mismo que es hombre y por consiguiente menos delicado sobre esta percepción de sentimiento, debe comprender el hastío que se adueña del corazón cuando uno se somete a las exigencias del amor sin haber comprendido las necesidades. En tres días, el vizconde de Larrieux se me hizo insoportable.<br />
<br />
¡Y bien! amigo mío, ¡Jamás tuve energía para deshacerme de él! Durante sesenta años ha sido mi tormento y mi saciedad. Por complacencia, por debilidad o por aburrimiento lo he soportado. Siempre descontento de mis repugnancias, y siempre atraído por los obstáculos que yo ponía a su pasión, sintió por mí el amor más paciente, más animoso, más prolongado y más aburrido que un hombre haya tenido jamás por una mujer.<br />
<br />
Es cierto que desde el momento en que yo lo había erigido en mi protector mi papel en sociedad fue infinitamente menos desagradable. Los hombres ya no se atrevían a buscarme porque el vizconde era un terrible espadachín y un celoso empedernido. Las mujeres, que habían predicho que yo sería incapaz de retener a un hombre, veían con despecho cómo el vizconde permanecía uncido a mi carro; y en mi paciencia para con él, tal vez hubiera algo de esa vanidad que no permite a una mujer parecer abandonada. No había mucho de qué presumir en la persona de aquel pobre Larrieux, pero era un hombre bastante apuesto, tenía corazón, sabía callarse a tiempo, llevaba un gran tren de vida, y tampoco carecía de esa fatuidad modesta que hace resaltar el mérito de una mujer. En fin, además de que las mujeres no desdeñaban en absoluto la fastidiosa belleza que a mí me parecía el principal defecto del vizconde, estaban sorprendidas de la devoción sincera que él me manifestaba, y lo proponían como modelo a sus amantes. Me encontraba pues en una situación envidiada; pero eso, se lo aseguro, sólo me resarcía a medias de los fastidios de la intimidad. Los soportaba no obstante con resignación y le guardaba a Larrieux una inviolable fidelidad. Vea, mi querido joven, si fui tan culpable para con él como usted cree.<br />
<br />
-La he comprendido perfectamente -le contesté-, es decir que la compadezco y la estimo. Hizo un verdadero sacrificio a las costumbres de su tiempo y fue perseguida porque valía más que esas costumbres. Con un poco más de fuerza moral, habría encontrado usted en la virtud toda la felicidad que no encontró en la intriga. Pero permítame sorprenderme por un hecho: que no haya encontrado usted a lo largo de su vida un solo hombre capaz de comprenderla y digno de convertirla al verdadero amor. ¿Hay que concluir que los hombres de hoy valen más que los de antaño?<br />
<br />
-Sería una gran fatuidad por su parte -me contestó riendo-. Tengo muy poco por lo que sentirme satisfecha de los hombres de mi tiempo y sin embargo dudo que hayan hecho ustedes muchos progresos; pero no moralicemos. Que sean lo que son; la culpa de mi infelicidad es sólo mía; no tenía inteligencia para juzgarlo. Con mi huraña altivez, habría tenido que ser una mujer superior y haber elegido, en una ojeada de águila, entre todos aquellos hombres tan vulgares, tal falsos y tan vacíos, a uno de esos seres verdaderos y nobles que son escasos y excepcionales en todos los tiempos. Yo era demasiado ignorante, demasiado limitada para eso. A fuerza de vivir, he adquirido más juicio: me di cuenta de que algunos de ellos que yo había confundido en mi pena, merecían otros sentimientos, pero entonces yo ya era vieja. Ya no era hora de atreverme.<br />
<br />
-¿Y mientras fue usted joven -proseguí- no estuvo tentada ni una sola vez de hacer un nuevo intento? ¿Su arisca aversión no se suavizó jamás? Es extraño.</span></div><div align="justify"><br />
<span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">III</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La marquesa guardó silencio un instante; pero, de repente, posando ruidosamente sobre la mesa la tabaquera de oro con la que había estado jugueteando largo rato, dijo:<br />
<br />
-Está bien; puesto que he empezado a confesarme, quiero decirlo todo. Escuche bien: una vez, sólo una vez en mi vida he estado enamorada, pero enamorada como no lo ha estado nadie, con un amor apasionado, indomable, devorador y, pese a todo, ideal y platónico si lo hubo. ¡Oh! ¡Le sorprende saber que una marquesa del siglo XVIII no haya tenido en su vida nada más que un amor, y para colmo un amor platónico! Es que, sabe, amigo mío, ustedes los jóvenes creen conocer a las mujeres, pero lo cierto es que no entienden nada. Si muchas ancianas de ochenta años se pusieran a contarles sinceramente su vida, tal vez descubrieran ustedes en el alma femenina fuentes de vicio y de virtud que ni siquiera sospechan.<br />
<br />
Ahora adivine de qué rango era el hombre por el que yo, marquesa y marquesa altanera y altiva entre todas, perdí por completo la cabeza.<br />
<br />
-Era el rey de Francia, o el delfín Luis XVI.<br />
<br />
-¡Oh! si empieza así, necesitará tres horas para llegar hasta mi enamorado. Prefiero decírselo de una vez: era un actor.<br />
<br />
-Era también un rey, imagino.<br />
<br />
-El más noble y elegante que se subió jamás a un escenario. ¿No está usted sorprendido?<br />
<br />
-No demasiado. He oído decir que esas uniones desiguales no eran raras incluso en una época en la que los prejuicios alcanzaban el máximo nivel en Francia. ¿Qué amiga de la señora de Epinay era la que vivía con Jéliotte?<br />
<br />
-¡Cómo conoce usted nuestro tiempo! Da pena. ¡Eh! precisamente porque esas situaciones están consignadas en las memorias, y citadas con sorpresa, debería usted deducir su rareza y su contradicción con las costumbres de la época. Puede estar seguro de que también entonces causaban gran escándalo; y cuando usted oye hablar de las horribles depravaciones del duque de Guiche y de Manicamp, de la señora de Lionne y de su hija, puede estar seguro de que esas cosas resultaban tan escandalosas en la época en la que ocurrieron como en la que usted las lee. ¿Cree usted pues que aquéllos cuya indignada pluma se las ha transmitido eran las únicas personas decentes de Francia?<br />
<br />
No me atrevía a contradecir a la marquesa. No sé cuál de los dos era más competente para juzgar este asunto. La conduje de nuevo a su historia, que prosiguió diciendo:<br />
<br />
-Para probarle hasta qué punto aquello era poco tolerado le diré que la primera vez que vi al actor y que expresé mi admiración a la condesa de Ferrières, que se encontraba a mi lado, ésta me contestó: «Mi bella amiga, haría bien en no manifestar tan ardientemente su opinión ante otra persona que no fuera yo; la criticarían cruelmente si sospecharan que olvida usted que a los ojos de una mujer bien nacida, un actor no puede ser un hombre.»<br />
<br />
Esta frase de la señora de Ferrières se me quedó grabada en la memoria sin saber por qué. En la situación en la que me encontraba, aquel tono de desprecio me parecía absurdo; y el temor de llegar a comprometerme por mi admiración, me parecía una hipócrita maldad.<br />
<br />
Se llamaba Lélio, era italiano de nacimiento, pero hablaba admirablemente el francés. Podía tener unos treinta y cinco años, aunque en el escenario pareciera frecuentemente no tener más de veinte. Interpretaba a Corneille mejor que a Racine, pero tanto en el uno como en el otro resultaba inimitable.<br />
<br />
-Me sorprende, -dije interrumpiendo a la marquesa- que su nombre no haya quedado en los anales del arte dramático.<br />
<br />
-No tuvo nunca reputación -respondió-; no lo apreciaban ni en la ciudad ni en la corte. Oí decir en alguna ocasión que en sus comienzos fue silbado de forma ultrajante. Luego se le tuvo en cuenta el ímpetu de su alma y sus esfuerzos por perfeccionarse y se le toleró, incluso se le aplaudió en ocasiones; pero, en conjunto, se le consideró siempre como un actor de mal gusto.<br />
<br />
Era un hombre que, en cuestión de arte, no era más de su siglo que yo lo era del mío en cuestión de costumbres. Ésa fue probablemente la relación, inmaterial pero todopoderosa, que desde los dos extremos de la cadena social atrajo nuestras almas una hacia la otra. El público no comprendió mejor a Lélio que el mundo me juzgó a mí. «Este hombre exagera, se esfuerza, no siente nada» decían de él. «Esta mujer es despreciativa y fría, carece de corazón» decían de mí. ¡A saber si no éramos los dos seres que sentíamos con mayor intensidad de nuestra época!<br />
<br />
En aquel tiempo, se representaba la tragedia decentemente; había que tener buen tono, incluso al dar una bofetada; había que morir convenientemente y caerse con gracia. El arte dramático iba acorde con el decoro de la buena sociedad; la dicción y los gestos de los autores debían estar de acuerdo con los miriñaques y el pelo empolvado con los que aún se representaba a Fedra y a Clitemnestra. Yo había notado y sentido los defectos de esa escuela. No iba demasiado lejos en mis reflexiones, pero la tragedia me aburría soberanamente; y, como era de mal gusto demostrarlo, iba animosamente a aburrirme dos veces por semana; la expresión fría y contrariada con la que escuchaba aquellas pomposas tiradas hacía decir de mí que era insensible al encanto de los hermosos versos.<br />
<br />
Había estado una larga temporada fuera de París cuando volví una noche a la Comedia Francesa para asistir a la representación de <i>El Cid</i>. Durante mi permanencia en el campo, Lélio había sido admitido en aquel teatro, y yo lo veía por vez primera. Representó el papel de Rodrigo. Me emocioné tan pronto como escuché su voz. Era una voz más penetrante que sonora, una voz nerviosa y acentuada. La voz era una de las cosas que se le criticaba. Pretendían que el Cid debía tener una estatura baja, lo mismo que pretendían que todos los personajes de la antigüedad debían ser altos y robustos. Un rey que no tuviera cinco pies y seis pulgadas de estatura no podía ceñirse una corona: era contrario a las normas del buen gusto.<br />
<br />
Lélio era menudo y frágil; su belleza no radicaba en las facciones, sino en la nobleza de su frente, en la gracia irresistible de las actitudes, en el abandono de su deambular, en la expresión altiva y melancólica de la fisonomía. Yo no había visto jamás en una escultura, en un cuadro, en un hombre, una potencia de belleza más ideal y más suave. El término encanto, que se aplicaba a todas sus palabras, a todas sus miradas, a todos sus movimientos, deberían haberlo creado para él.<br />
<br />
¡Qué puedo decirle! Fue efectivamente un encantamiento lo que cayó sobre mí. Aquel hombre que andaba, hablaba, se movía sin método ni pretensión, que sollozaba con el corazón tanto como con la voz, que se olvidaba de sí mismo para identificarse con la pasión; aquel hombre que el alma parecía utilizar y romper y que en una sola mirada encerraba todo el amor que yo había buscado inútilmente en el mundo, ejerció sobre mí un poder realmente eléctrico; aquel hombre, que no había nacido en su tiempo de gloria y simpatías, y que sólo me tenía a mí para comprenderlo y marchar a su lado, fue durante cinco años mi rey, mi dios, mi vida, mi amor.<br />
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Ya no podía vivir sin verlo: me gobernaba, me dominaba. No era un hombre para mí; pero yo interpretaba esta frase de manera distinta a como lo hacía la señora de Ferrières; era mucho más: era una fuerza moral, un maestro intelectual cuya alma moldeaba la mía a su gusto. Pronto me resultó imposible contener las impresiones que recibía de él. Abandoné mi palco en la Comedia Francesa para no delatarme. Fingí haberme hecho devota e ir por la noche a rezar a las iglesias. En lugar de hacer esto, me vestía como una modistilla e iba a mezclarme con el pueblo para escucharlo y contemplarlo a mis anchas. Finalmente, me gané a uno de los empleados del teatro y conseguí, en un rincón de la sala, un asiento estrecho y recóndito donde ninguna mirada podía alcanzarme y hasta el que accedía por un pasillo secreto. Para mayor seguridad, me vestía como un estudiante. Aquellas locuras, que hacía por un hombre con el que no había intercambiado jamás ni una palabra ni una mirada, tenían para mí todo el atractivo del misterio y toda la ilusión de la felicidad. Cuando la hora del espectáculo sonaba en el enorme reloj de mi salón, violentas palpitaciones se adueñaban de mí. Trataba de recogerme mientras preparaban mi carruaje; me movía con agitación, y si Larrieux estaba cerca de mí, lo violentaba para hacer que se fuera y, con un arte infinito, alejaba a todos los demás inoportunos. El talento que me dio esta pasión de teatro no es creíble. Sin duda actué con mucho disimulo y mucha finura para lograr ocultársela durante cinco años a Larrieux, que era el más celoso de los hombres, y a todos los malvados que me rodeaban.<br />
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Tengo que decirle que, en lugar de combatirla, me entregaba a ella con avidez, con delicia. ¡Era tan pura! ¿Por qué pues me habría avergonzado de ella? Creaba en mí una vida nueva; me iniciaba en todo lo que yo había deseado conocer y sentir; hasta cierto punto, me hacía mujer.<br />
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Me sentía feliz, estaba orgullosa de sentirme temblar, ahogarme, desfallecer. La primera vez que un violento latido vino a despertar mi corazón inerte, sentí tanto orgullo como una joven madre ante el primer movimiento del hijo contenido en su seno. Me hice enfadadiza, risueña, maligna, desigual. El bueno de Larrieux observó que la devoción me producía singulares caprichos. En sociedad se percataron de que estaba cada día más bella, de que mis ojos negros se aterciopelaban, de que mi sonrisa tenía gracia, que mis observaciones acerca de todas las cosas eran más exactas y llegaban más lejos de lo que me habrían creído capaz. Concedieron todo el mérito de mi cambio a Larrieux que, sin embargo, era totalmente inocente del mismo.<br />
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Evoco deslavazadamente mis recuerdos porque ésta fue una etapa de mi vida en la que éstos me desbordan. Al contárselos, me parece rejuvenecer y que mi corazón palpita aún al oír el nombre de Lélio. Le decía hace un momento que al oír sonar el reloj me estremecía de alegría e impaciencia. Aún ahora creo experimentar la especie de delicioso sofoco que se adueñaba de mí al oír aquellos sonidos. Después de aquella época, las vicisitudes de fortuna me condujeron a sentirme feliz en un pequeño apartamento del Marais. ¡Pues bien! no añoro nada de mi rica casa, ni de mi noble barrio, ni de mi esplendor pasado, pero sí los objetos que me habrían recordado aquellos tiempos de amor y sueños. Salvé del desastre algunos muebles que datan de aquella época y que contemplo con la misma emoción que si la hora fuera a sonar y los pies de mis caballos fueran a golpear el pavimento. ¡Oh! amigo mío, no ame nunca así ¡es una tormenta que sólo se calma con la muerte!<br />
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Entonces salía, ágil y ligera, y joven, y feliz. Empezaba a apreciar todo aquello de lo que se componía mi vida, el lujo, la juventud, la belleza. La felicidad se revelaba a mí por todos los sentidos, por todos los poros. Suavemente acurrucada al fondo de mi carroza, con los pies hundidos en una piel, veía mi cara acicalada y brillante repetirse en el espejo enmarcado en oro situado frente a mí. La vestimenta de las mujeres, de la que tanto se han burlado después, era de una riqueza y esplendor extraordinarios; llevada con gusto y cuidada en sus exageraciones, prestaba a la belleza una nobleza y una gracia suave, de las que los cuadros no sabrían darle idea. Con todo aquel boato de plumas, tejidos y flores, una mujer se veía obligada a imprimirle una especie de lentitud a todos sus movimientos. Yo vi algunas de tez muy blanca que cuando iban con los cabellos empolvados y vestidas de blanco, arrastrando su larga cola de muaré y balanceando con ligereza las plumas de su frente, sin hipérbole, podían ser comparadas a cisnes. Efectivamente, y pese a lo que haya dicho Rousseau, más que a avispas, nos parecíamos a aves con aquellos enormes pliegues de raso, aquella profusión de muselinas y de polisones que ocultaban un cuerpo frágil, lo mismo que el plumón oculta a la tórtola; con aquellas largas aletas de encaje que caían del brazo, con aquellos vivos colores que abigarraban nuestras faldas, nuestros lazos y pedrerías; y cuando teníamos los pies en equilibrio dentro de las chinelas de tacón, parecíamos temer tocar la tierra y caminábamos con la desdeñosa precaución de una aguzanieves al bordo de un arroyo.<br />
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En la época de la que le hablo, empezaba a ponerse de moda el empolvado rubio que proporcionaba a los cabellos un tono suave y cenizoso. Esta manera de atenuar la crudeza de los tonos del cabello proporcionaba al rostro mucha dulzura y a los ojos un brillo extraordinario. La frente, totalmente despejada, se perdía entre los pálidos matices de aquellos cabellos de convención; parecía más ancha, más pura, y todas las mujeres tenían un aire noble. A los postizos rizados, que en mi opinión nunca fueron graciosos, le habían sucedido los peinados bajos, los grandes bucles echados hacia atrás, cayendo sobre el cuello y los hombros. Este peinado me sentaba muy bien y era famosa por la riqueza e innovación de mis adornos. Salía a veces con un vestido de terciopelo nacarado adornado con una greca; otras con una túnica de satén blanco, ribeteada de piel de tigre; en ocasiones con un traje completo de damasco lila con lamé de plata, y con plumas blancas montadas sobre perlas. Así iba a realizar algunas visitas mientras esperaba la hora de la segunda sesión, pues Lélio no actuaba jamás en la primera.<br />
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Causaba sensación en los salones, y cuando volvía a subir a mi carroza miraba con complacencia a la mujer que amaba a Lélio, y que podía hacerse amar por él. Hasta entonces, el único placer que había encontrado en el hecho de ser bella consistía en la envidia que inspiraba. El cuidado que ponía en embellecerme era una benigna venganza contra aquellas mujeres que habían tramado tan horribles maquinaciones contra mí. Pero, desde el momento en que estuve enamorada, empecé a gozar de mi belleza por mí misma. No tenía más que eso que ofrecerle a Lélio en compensación por todos los triunfos que se le negaban en París, y me divertía pensando en el orgullo y la alegría de aquel pobre actor tan ridiculizado, tan ignorado, tan rechazado, el día que supiera que la marquesa de R... lo admiraba profundamente.<br />
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Por lo demás, aquello no era sino sueños deleitables y fugaces; eran todos los resultados, todos los beneficios que sacaba de mi posición. Tan pronto como mis pensamientos tomaban cuerpo y me percataba de la consistencia de un proyecto cualquiera de mi amor, lo ahogaba con valentía, y todo el orgullo del rango recuperaba sus derechos sobre mi alma. ¿Me mira con sorpresa? Se lo explicaré después. Ahora déjeme seguir evocando el mundo encantado de mis recuerdos.<br />
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Hacia las ocho, ordenaba que me llevaran a la capilla de las Carmelitas, cerca del Luxemburgo; despedía a mi cochero y se suponía que asistía a las conferencias religiosas que allí tenían lugar a aquella hora; pero no hacía sino atravesar la iglesia, el jardín, y salir por otra calle. Iba a encontrarme en una buhardilla con una joven obrera llamada Florence, que me era fiel. Me encerraba en su cuarto y depositaba alegremente sobre su catre todas mis ropas para ponerme el traje negro, la espada con funda de piel de zapa y la peluca simétrica de un joven ayudante de colegio, aspirante al sacerdocio. Alta como era, morena y de mirada inofensiva, tenía realmente el aspecto desmañado e hipócrita de un curilla que se esconde para asistir a un espectáculo. Florence, que me suponía una intriga verdadera, reía conmigo de mis metamorfosis, y confieso que no las habría tomado más alegremente si hubiera ido a embriagarme de placer y de amor, como todas aquellas jóvenes alocadas que tenían cenas clandestinas en casas humildes.<br />
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Me subía a un simón e iba a acurrucarme en mi asiento del teatro. ¡Ah! entonces todas mis palpitaciones, mis terrores, mis alegrías, mis impaciencias cesaban. Un profundo recogimiento se adueñaba de todas mis facultades, y permanecía como absorta hasta que se levantaba el telón, esperando una gran solemnidad.<br />
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Como el buitre atrapa una perdiz en su vuelo magnético, como la mantiene jadeante e inmóvil dentro del círculo mágico que traza a su alrededor, así el alma de Lélio, su gran alma de actor trágico y de poeta, envolvía todas mis facultades y me sumergía en el aturdimiento de la admiración. Yo escuchaba, con las manos contraídas sobre las rodillas, el mentón apoyado sobre el terciopelo de Utrecht del palco, con la frente bañada en sudor. Retenía la respiración, maldecía la molesta claridad de las luces que me dejaba los ojos secos y abrasados, aferrados a todos sus gestos, a todos sus pasos. Me habría gustado aprehender la más mínima palpitación de su pecho, el menor pliegue de su frente. Sus emociones fingidas, sus desgracias de teatro, penetraban en mí como si fueran reales. Pronto no supe diferenciar el error de la verdad. Lélio ya no existía para mí: era Rodrigo, era Bajazet, era Hipólito. Odiaba a sus enemigos y temblaba con sus peligros; sus dolores me hacían derramar con él ríos de lágrimas; su muerte me arrancaba gritos que me veía obligada a sofocar mordiendo mi pañuelo. En los entreactos, caía agotada al fondo de mi palco; allí permanecía como muerta hasta que el chillón retornelo me anunciaba la subida del telón. Entonces resucitaba, volvía a ser fuerte y ardiente para admirar, para sentir, para llorar. ¡Cuánta frescura, cuánta poesía, cuánta juventud había en el talento de aquel hombre! Toda aquella generación tenía que ser de hielo para no caer a sus pies.<br />
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Y sin embargo, aunque chocara con todas las ideas establecidas, aunque le resultara imposible amoldarse al gusto de aquel público insulso, escandalizara a las mujeres con el desorden de su atuendo, u ofendiera a los hombres por su desprecio ante sus absurdas exigencias, tenía momentos de sublime autoridad y de irresistible fascinación, en los que cogía a todo ese público reacio e ingrato en su mirada y en su palabra, como en el hueco de su mano, y le obligaba a aplaudir y a estremecerse. Aquello era infrecuente, porque no se cambia de repente todo el espíritu de un siglo, pero cuando sucedía, los aplausos eran frenéticos; parecía como si subyugados entonces por su genialidad, los parisinos quisieran expiar todas sus injusticias. Yo creía más bien que aquel hombre tenía momentos de poder sobrenatural, y que sus más amargos denigradores se sentían obligados a hacerle triunfar incluso en contra de su voluntad. Verdaderamente, en esos momentos la sala de la Comedia Francesa parecía presa de delirio, y al salir todos se miraban completamente sorprendidos de haber aplaudido a Lélio. Yo, por mi parte, me entregaba entonces a mi emoción: gritaba, lloraba, pronunciaba su nombre con pasión, lo llamaba con locura; por fortuna, mi débil voz se perdía entre la inmensa tempestad que se desencadenaba a mi alrededor.<br />
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Otras veces le silbaban en situaciones en las que a mí me parecía sublime, y abandonaba el espectáculo con rabia. Aquellos días eran los más peligrosos para mí. Me sentía vehementemente tentada de ir a su encuentro, llorar con él, maldecir el siglo y consolarlo ofreciéndole mi entusiasmo y mi amor.<br />
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Una noche en que salía por el pasaje secreto al que era admitida, vi pasar rápidamente por delante de mí a un hombre pequeño y delgado que se dirigía hacia la calle. Un tramoyista se levantó el sombrero diciéndole: «Buenas noches, señor Lélio». De inmediato, ávida de contemplar de cerca aquel hombre extraordinario, salgo tras él, cruzo la calle, y sin preocuparme del peligro al que me expongo, entro con él en un café. Afortunadamente, era un cafetucho en el que no encontraría a ninguna persona de mi rango.<br />
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Cuando, a la luz de una mala lámpara ahumada, clavé mis ojos en Lélio, creí haberme equivocado y haber seguido a otra persona. Tenía por lo menos treinta y cinco años: estaba amarillento, marchito, deteriorado; mal vestido; tenía un aspecto vulgar; hablaba con voz ronca y apagada, estrechaba la mano a personas de clase baja, bebía aguardiente y blasfemaba terriblemente. Necesité oír pronunciar su nombre muchas veces para convencerme de que era el dios del teatro, el intérprete del gran Corneille. No encontraba en él ninguno de los encantos que me habían fascinado, ni siquiera su mirada tan noble, tan ardiente y tan triste. Sus ojos eran mustios, apagados, casi taciturnos; su marcada pronunciación resultaba ridícula cuando se dirigía al camarero o cuando hablaba de juego, de cabaret o de mujeres. Su andar era descuidado, su aspecto sucio, sus mejillas tenían aún restos de maquillaje. Ya no era Hipólito, era Lélio. El templo estaba vacío y pobre; el oráculo estaba mudo; el dios se había convertido en hombre; ni siquiera en hombre, en actor.<br />
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Se marchó y yo permanecí largo rato estupefacta en mi silla, sin pensar en absoluto en tomarme el vino caliente salpimentado que había pedido para dármelas de desenvuelta. Cuando me percaté del lugar en el que me encontraba y de las miradas que se clavaban en mí me entró miedo; era la primera vez en mi vida que me encontraba en una situación tan equívoca y en contacto tan directo con personas de esta clase; posteriormente, la emigración me acostumbró de sobra a estas inconveniencias de posición.<br />
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Me levanté e intenté huir, pero olvidaba pagar. El camarero corrió detrás de mí. Sentí una horrible vergüenza; tuve que volver a entrar, dar explicaciones en el mostrador y soportar todas aquellas miradas desconfiadas y burlonas dirigidas hacia mí. Cuando salí, tuve la impresión de que alguien me seguía. Busqué en vano un simón para meterme en él, pero ya no había ninguno junto a la Comedia Francesa. Unos pasos pesados se dejaban oír tras los míos. Me di la vuelta temblando; vi a un alto perantón que había visto en un rincón del café, y que tenía aspecto de polizonte o de algo peor. Me habló; no sé lo que me dijo, porque el pánico me privaba de razón; pese a todo, tuve la suficiente presencia de ánimo como para deshacerme de él. Transformada de repente en heroína por el valor que produce el miedo, le di rápidamente un bastonazo en la cara, y, arrojando después el bastón para correr mejor, mientras él permanecía aturdido por mi audacia, eché a correr, rápida como una flecha y no me detuve hasta que llegué a casa de Florence. Cuando al día siguiente a las doce me desperté en mi lecho de cortinas acolchadas y de capiteles de plumas rosadas, creí haber tenido un mal sueño y sentí gran mortificación por mi decepción y mi aventura de la víspera. Me creí curada de mi amor, e intenté felicitarme por ello, pero fue en vano. Sentí un disgusto mortal; el hastío volvía a abatirse sobre mi vida, y todo perdía su encanto. Aquel día puse en la calle a Larrieux.<br />
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Llegó la noche y no me aportó las agradables agitaciones de otras noches. El mundo me pareció insípido. Fui a la iglesia y escuché la conferencia resuelta a convertirme en devota; me enfrié allí y regresé enferma. Estuve en cama varios días. La condesa de Ferrières vino a verme y me aseguró que no tenía fiebre, que era la cama la que me hacía enfermar y que tenía que distraerme, salir, ir a la Comedia Francesa. Creo que había puesto los ojos en Larrieux y deseaba mi muerte. Me forzó a ir con ella a la representación de Cinna. «Ya no asiste al teatro -me decía-; la devoción y el tedio la están debilitando. Hace mucho tiempo que no ha visto a Lélio; ha hecho progresos; ahora lo aplauden a veces; creo que llegará a hacerse soportable».<br />
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No sé cómo me dejé convencer. Además, desencantada de Lélio como estaba, ya no corría el riesgo de delatarme afrontando sus seducciones en público. Me acicalé en exceso y fui a un gran palco de proscenio a desafiar un peligro en el que ya no creía. Pero el peligro no fue nunca más inminente. Lélio estuvo sublime, y me di cuenta de que nunca había estado más enamorada de él. La aventura pasada no me parecía ya sino un sueño; no era posible que Lélio fuera distinto de cómo me parecía sobre el escenario. En contra de mi voluntad, volví a caer en todos los terribles estremecimientos que él sabía comunicarme. Me vi obligada a cubrir mi rostro lloroso con mi pañuelo; en mi desorden, me borré el carmín, me quité las moscas, y la condesa de Ferrières me obligó a retirarme al fondo del palco porque mi emoción estaba causando sensación en la sala. Afortunadamente, tuve la habilidad de hacer creer que todo aquel enternecimiento era producido por la interpretación de la señorita Hippolyte Clairon. En mi opinión, era una actriz trágica bastante fría y circunspecta, demasiado superior probablemente, por su educación y su carácter, a la profesión de teatro como se entendía entonces; pero la manera como decía <i>Tout beau</i>, en Cinna, le había dado una reputación de altos vuelos.<br />
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Es verdad que cuando actuaba junto a Lélio se crecía. Aunque manifestara un desprecio de buen tono por el método actorial de él, recibía la influencia de su genialidad sin percatarse de ello, y se inspiraba en él cuando la pasión los ponía en relación sobre el escenario.<br />
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Aquella noche Lélio me vio, no sé si por mi atuendo o por mi emoción; pues lo vi inclinarse un momento en que estaba fuera del escenario, hacia uno de los hombres que en aquella época estaban sentados en el escenario, y preguntarle mi nombre. Lo comprendí por la forma en la que sus miradas me señalaron. Tuve en ese momento una taquicardia que estuvo a punto de asfixiarme, y observé que, a lo largo de la obra, los ojos de Lélio se dirigieron en numerosas ocasiones hacia mí. ¡Qué no habría dado por saber lo que le había dicho de mí el caballero de Brétillac, al que él había preguntado y que, sin dejar de mirarme, le había hablado varias veces! El rostro de Lélio, obligado a permanecer grave para no degradar la dignidad de su papel, no había expresado nada que pudiera hacerme adivinar qué tipo de información le habían dado sobre mí. Además yo conocía muy poco a ese tal Brétillac, y no me imaginaba qué había podido decir de mí.<br />
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Sólo a partir de aquella noche comprendí qué tipo de amor era el que me encadenaba a Lélio: era una pasión completamente intelectual y novelera. No era a él al que yo amaba, sino a los personajes de épocas pasadas que él sabía interpretar; esos prototipos de franqueza, lealtad y ternura desaparecidos para siempre revivían con él y yo me encontraba, con él y por él, transportada a una época de virtudes ya olvidadas. Tenía el orgullo de pensar que en aquellos días no habría sido despreciada y difamada, que mi corazón habría podido entregarse, y que no me habría visto reducida a amar a un fantasma de comedia. Lélio no era para mí sino la sombra del Cid, el representante del amor antiguo y caballeresco del que se burlaban todos en aquel momento en Francia. A él, al hombre, al histrión, no le temía, lo había visto; sólo podía amarlo en público. Mi Lélio era un ser ficticio que no podía aprehender tan pronto como se alejaba de la araña de cristal de la Comedia. Necesitaba el espejismo del escenario, el reflejo de los quinqués, el atuendo para ser el que yo amaba. Al despojarse de todo eso entraba para mí en la nada, como una estrella que desapareciera con la luz del día. Fuera de las tablas, no sentía el menor deseo de verlo, incluso me habría desesperado de hacerlo. Habría sido para mí como contemplar a un gran hombre reducido a un poco de ceniza en una vasija de barro.<br />
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Mis frecuentes ausencias a las horas en las que acostumbraba a recibir a Larrieux, y sobre todo mi rechazo absoluto a no tener con él más relación que la amistad, le produjeron un acceso de celos, más justificado, lo reconozco, que ninguno de los que hubiera sentido antes. Una noche en que me dirigía a las Carmelitas con intención de escaparme por la otra puerta, me di cuenta de que me seguía y comprendí que a partir de entonces me resultaría casi imposible ocultarle mis salidas nocturnas. Adopté pues la decisión de asistir públicamente al teatro. Adquirí poco a poco la hipocresía necesaria para contener mis emociones, y además me puse a manifestar abiertamente una admiración por Hippolyte Clairon que podía engañar sobre mis verdaderos sentimientos. A partir de entonces me sentí más incómoda; forzada como estaba a contenerme, mi placer era menos intenso y profundo. Pero de esta situación nació otra que estableció una rápida compensación. Lélio me veía, me observaba; mi belleza le había impresionado, mi sensibilidad le halagaba. A sus ojos les costaba separarse de mí. Eso le produjo a veces distracciones que disgustaron al público. Pronto me resultó imposible equivocarme: se había enamorado perdidamente de mí.<br />
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A la princesa de Vaudemont le apeteció mi palco y yo se lo cedí para pasar a ocupar otro más pequeño, más escondido y mejor situado. Estaba exactamente por encima de las candilejas, no me perdía ni una mirada de Lélio, cuyos ojos podían buscarme sin comprometerme. Además, ni siquiera necesitaba este medio para entablar relación con todas sus sensaciones: en el sonido de su voz, en los suspiros de su pecho, en el tono que daba a determinados versos, a determinadas palabras, yo comprendía que se dirigía a mí. Me sentía la más orgullosa y feliz de las mujeres, pues en esos momentos no era por el actor sino por el héroe por quien era amada.<br />
<br />
¡Pues bien!, tras dos años de un amor que había alimentado, desconocido y solitario, en el fondo de mi alma, tres inviernos más pasaron sobre este amor ahora compartido sin que jamás mi mirada le concediera a Lélio el derecho a esperar otra cosa que esas relaciones íntimas y misteriosas. Supe después que Lélio me había seguido frecuentemente en mis paseos; yo no me digné verlo ni distinguirlo entre el gentío, tan escaso deseo tenía de verlo fuera del teatro. Aquellos cinco años son los únicos que viví de mi vida de ochenta.<br />
<br />
Finalmente, un día leí en el <i>Mercure de France</i> el nombre de un nuevo actor contratado por la Comedia Francesa para reemplazar a Lélio que se marchaba al extranjero. Aquella noticia fue un golpe mortal para mí; no podía concebir cómo viviría a partir de entonces sin aquella emoción, sin aquella existencia de pasión y tormenta. Aquello forzó a mi amor a hacer un progreso inmenso y estuvo a punto de perderme.<br />
<br />
A partir de entonces no me esforcé en asfixiar desde su inicio cualquier pensamiento contrario a la dignidad de mi rango. Ya no me congratulé de lo que era realmente Lélio. Sufrí, murmuré en secreto por qué no era lo que parecía ser sobre el escenario, y llegué a desear que fuera bello y joven como el arte lo hacía cada noche, con el fin de poder sacrificarle todo el orgullo de mis prejuicios y todas las repugnancias de mi ser. Ahora que iba a perder a aquel ser moral que llenaba desde hacía tanto tiempo mi alma, sentía deseos de realizar todos mis sueños y pasar a la acción, aunque después tuviera que detestar la vida, a Lélio y a mí misma. Me encontraba en esa irresolución, cuando recibí una carta con una grafía desconocida para mí; es la única carta de amor que he conservado de entre las mil protestas escritas por Larrieux y de entre las mil declaraciones perfumadas de otros cien. Es que, en realidad, es la única carta de amor que recibí en mi vida.»<br />
<br />
La marquesa se detuvo, se levantó, fue a abrir con mano diestra un cofre de marquetería y sacó de él una carta arrugada que leí con esfuerzo:</span><i><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">«Señora: Estoy moralmente convencido de que esta carta no le inspirará sino desprecio; no la encontrará siquiera digna de su cólera. Pero ¿qué le importa a un hombre que cae en un abismo una piedra más o menos en el fondo? Me considerará loco y no se equivocará. Pues bien, tal vez me compadezca en secreto, dado que no puede dudar de mi sinceridad. Por muy humilde que la piedad la haya hecho, tal vez comprenda la magnitud de mi desesperación; usted debe saber ya, señora, cuánto mal y cuánto bien pueden hacer sus ojos.<br />
<br />
¡Pues bien! repito, si obtengo de usted un solo pensamiento de compasión, si esta noche, a la hora ávidamente deseada en la que cada noche vuelvo a vivir, percibo en sus facciones una ligera expresión de piedad, me marcharé menos triste; me llevaré de Francia un recuerdo que tal vez me dé fuerzas para vivir lejos y proseguir mi ingrata y dolorosa carrera.<br />
<br />
Pero usted debe saberlo ya, señora: es imposible que mi turbación, mi ardor, mis gritos de cólera y de desesperación no me hayan traicionado veinte veces en el escenario. No ha podido usted encender todo ese fuego sin ser un poco consciente de lo que hacía. ¡Ah! tal vez haya jugado como un tigre con su presa, tal vez haya convertido en un entretenimiento todos mis tormentos y locuras.<br />
<br />
¡Oh! no: es demasiada presunción. No, señora, no lo creo; ni siquiera se le ha ocurrido hacerlo. Usted es sensible a los versos del gran Corneille, se identifica con las nobles pasiones de la tragedia, y eso es todo. Y yo, insensato, me he atrevido a creer que mi voz despertaba en ocasiones sus simpatías, que mi corazón tenía eco en el suyo, que entre usted y yo había algo más que entre el público y yo. ¡Oh! ¡era una insigne pero muy dulce locura! Déjemela, señora ¿qué puede importarle? ¿Temería que presumiera de ella? ¿Con qué derecho podría hacerlo, y qué título tendría para ser creído bajo palabra? No haría sino entregarme al escarnio de las personas sensatas. Déjeme, le repito, este convencimiento que acojo temblando y que él solo me ha proporcionado más felicidad que pesar me ha causado la severidad del público hacia mí. Permítame bendecirla, agradecerle de rodillas la sensibilidad que he descubierto en su alma y que ninguna otra alma me ha concedido; las lágrimas que le he visto derramar ante mis desgracias de teatro y que, con frecuencia, han llevado mi inspiración hasta el delirio; las tímidas miradas que, así lo he creído al menos, intentaban consolarme de la frialdad de mi auditorio.<br />
<br />
¡Oh! ¡Por qué nació usted en el esplendor y el fasto! ¡Por qué no soy sino un pobre actor sin gloria ni fama! ¡Por qué no tendré el favor del público y la riqueza de un banquero para cambiarlos por un apellido, por uno de esos títulos que he despreciado hasta ahora, y que me permitiría, tal vez, aspirar a usted! Antes prefería la distinción del talento a cualquier otra; me preguntaba de qué sirve ser caballero o marqués si no es para ser tonto, fatuo e impertinente; odiaba el orgullo de los nobles y me consideraba suficientemente vengado de su desdén si me elevaba por encima de ellos gracias a mi arte.<br />
<br />
¡Quimeras y decepciones! Mis fuerzas han traicionado a mi insensata ambición. Me he quedado en la mediocridad; aún peor, he rozado el éxito y lo he dejado escapar. Yo creía sentirme grande, y me han arrojado al polvo; creía alcanzar lo sublime y me han condenado al ridículo. ¡El destino me ha cogido con mis sueños desmesurados y mi alma audaz y me ha partido como un junco! ¡Soy un hombre muy desgraciado!<br />
<br />
Pero la mayor de mis locuras ha sido lanzar mis miradas por encima de esas candilejas que trazan la línea insuperable entre yo y el resto de la sociedad. Es para mí el círculo de Gaius Popillius y ¡he querido franquearlo! Yo actor, me he atrevido a tener ojos y a ponerlos en una bella mujer. ¡Una mujer tan joven, tan noble, tan amorosa y situada tan alto! Pues usted es todo eso, señora, yo lo sé. La sociedad la acusa de frialdad y de exagerada devoción, pero sólo yo la juzgo y la conozco. Una sola de sus sonrisas, una sola de sus lágrimas, han bastado para desmentir las estúpidas fábulas que un tal caballero de Brétillac me contó en contra de usted.<br />
<br />
¡Pero qué destino es también el suyo! ¡Qué extraña fatalidad pesa pues sobre usted como sobre mí para que en medio de una sociedad tan brillante y que se cree tan ilustrada, no haya encontrado usted para hacerle justicia nada más que el corazón de un pobre actor? ¡Pues bien! nada podrá quitarme la idea triste y consoladora de que si hubiéramos nacido en un mismo peldaño de la sociedad, no habría podido escapárseme, fueran quienes fueran mis rivales, y fuera como fuera mi mediocridad. Tendría que haberse rendido a una evidencia, y es que hay en mí algo mucho más grande que sus fortunas y sus títulos, que es la capacidad de amarla. </span></i></div><blockquote><blockquote><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><i>LÉLIO».</i></span></div></blockquote></blockquote><div align="justify"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span style="color: black;">Esta carta -prosiguió la marquesa- extraña para la época en la que fue escrita, me pareció, pese a algunas reminiscencias de declamación raciniana que se perciben al inicio, tan intensa y verdadera, encontré en ella un sentimiento de pasión tan nuevo y atrevido, que me sentí trastornada. El resto de orgullo que combatía en mi interior se desvaneció. Habría dado toda mi vida a cambio de una hora de semejante amor.<br />
<br />
No le contaré mi ansiedad, mis fantasías, mi terror; yo misma no podría seguir el hilo y la lógica. Le contesté estas frases, tal como las recuerdo:<br />
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<i>«No le acuso de nada, Lélio, acuso al destino; y no lo compadezco a usted solo, me compadezco también a mí. Por ninguna razón de orgullo, prudencia o gazmoñería, quisiera quitarle el consuelo de sentirse distinguido por mí. Consérvelo porque es el único que pueda ofrecerle. No puedo consentir en verlo.»</i><br />
<br />
Al día siguiente recibí una nota que leí apresuradamente y que apenas tuve tiempo de arrojar al fuego para evitar que la viera Larrieux, que me sorprendió ocupada en leerla. Estaba redactada más o menos en estos términos:<br />
<br />
<i>«Señora: Es necesario que hable con usted o que me muera. Una vez, una sola vez, sólo una hora si usted quiere. ¿Qué teme pues de una entrevista, puesto que confía en mi honor y discreción? Señora, sé quién es usted; conozco la austeridad de sus costumbres, conozco su piedad, conozco incluso sus sentimientos por el vizconde de Larrieux. No tengo la insensatez de esperar de usted otra cosa que una palabra de compasión; pero es necesario que caiga de sus labios sobre mí. Es necesario que mi corazón la recoja y se la lleve, o es necesario que mi corazón se rompa. </i></span></span></div><blockquote><blockquote><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><i>LÉLIO.»</i></span></div></blockquote></blockquote><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Diré para mi gloria, pues toda noble y valiente confianza es gloriosa en el peligro, que no tuve ni un instante el temor de ser engañada por un impúdico libertino. Creí religiosamente en la humilde sinceridad de Lélio. Además yo confiaba en mi fuerza; me decidí a verlo. Había olvidado por completo su rostro marchito, su mal gusto, su aspecto vulgar; ya no conocía de él sino el prestigio de su genialidad, su estilo y su amor. Le contesté:<br />
<br />
<i>«Me encontraré con usted; busque un lugar seguro; pero no espere de mí sino lo que solicita. Confío en usted como en Dios. Si intentara abusar de esa confianza, sería un miserable y yo no le temería».</i><br />
<br />
Su respuesta decía: </span></div><div align="justify"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span style="color: black;"><i>«Su confianza la salvaría del último de los infames. Ya verá, señora, que Lélio no es indigno. El duque de *** ha tenido la amabilidad de ofrecerme a veces su casa de la calle de Valois, ¿qué habré hecho en ella? Desde hace tres años no existe para mí más que una mujer bajo el sol. Dígnese acudir a la cita al salir de la Comedia».</i><br />
<br />
Seguía la dirección del lugar de la cita.<br />
<br />
Recibí esta nota a las cuatro. Toda la negociación se había desarrollado en el espacio de un día. Yo había empleado la jornada en recorrer mis aposentos como una persona privada de razón; tenía fiebre. Esta rapidez de acontecimientos y decisiones, contrarias a cinco años de resoluciones, me exaltaba como un sueño: y cuando tomé la decisión, cuando vi que me había comprometido y que ya no era momento de dar marcha atrás, me derrumbé sobre mi otomana, sin poder respirar y viendo cómo mi habitación daba vueltas a mi alrededor.<br />
<br />
Me sentí realmente mal; hubo que llamar a un médico que me practicó una sangría. Le prohibí a mi personal de servicio que dijera una palabra a nadie acerca de mi indisposición; temía las inoportunidades de los que dan consejos, y no quería que nadie me impidiera salir por la noche. Mientras esperaba el momento, me dejé caer sobre mi cama y no le permití entrar a mi habitación ni siquiera al señor de Larrieux.<br />
<br />
La sangría me había aliviado físicamente pero también me había debilitado. Caí en una gran postración; todas mis ilusiones se esfumaron con la excitación de la fiebre. Recuperé la razón y la memoria; recordé la terrible decepción del café, el miserable aspecto de Lélio; me dispuse a avergonzarme de mi locura, a caer desde el pináculo de mis quimeras hasta la vil e innoble realidad. Ya no comprendía cómo había podido decidirme a cambiar la heroica y novelesca ternura por el tedio que me esperaba y la vergüenza que envenenaría todos mis recuerdos. Tuve entonces una mortal pesadumbre de lo que había hecho; lloré mis encantamientos, mi vida de amor, y el porvenir de satisfacción pura e íntima que iba destruir. Lloré sobre todo a Lélio que, al verlo, iba a perder para siempre, que había tenido la felicidad de amar durante cinco años, y que no podría amar dentro de unas horas.<br />
<br />
En medio de mi aflicción me retorcí los brazos con fuerza; mi sangría se volvió a abrir, y la sangre brotó en abundancia; sólo tuve tiempo de llamar a mi doncella que me encontró desvanecida sobre la cama. Un profundo y pesado sueño, contra el que luché inútilmente, se adueñó de mí. No soñé, no sufrí, estuve como muerta durante unas horas. Cuando volví a abrir los ojos mi habitación estaba a oscuras, mi casa silenciosa y mi doncella dormía en una silla al pie de mi cama. Permanecí algún tiempo en un estado de sopor y debilidad que no me permitía tener ni un recuerdo, ni un pensamiento. De repente me volvió la memoria y me pregunté si la hora y el día de la cita habían pasado, si había dormido una hora o un siglo, si era de día o de noche, si mi falta de palabra había matado a Lélio, o si aún estaba a tiempo. Intenté levantarme pero me faltaron las fuerzas; me debatí durante unos instantes como en una pesadilla. Finalmente reuní toda mi voluntad y la llamé en ayuda de mis miembros abatidos. Salto de la cama, descorro mis cortinas, veo la luna brillar por entre los árboles de mi jardín; corro hacia el reloj: marca las diez. Me dirijo hacia mi doncella, la sacudo, la despierto sobresaltada: «Quinette, ¿en qué día estamos?». Abandona su silla gritando y trata de huir porque cree que estoy delirando; la retengo, la tranquilizo; me entero de que sólo he dormido tres horas. Doy gracias a Dios. Pido un simón; Quinette me mira con estupor. Por fin se convence de que estoy en mis cabales, transmite mi orden y se dispone a vestirme.<br />
<br />
Hice que me pusiera el más sencillo y púdico de mis vestidos; no me coloqué ningún tipo de adorno en el cabello, y me negué a usar carmín. Quería ante todo inspirarle a Lélio estima y respeto, que eran para mí más valiosas que el amor. Sin embargo, tuve un sentimiento de placer cuando Quinette, sorprendida de todo lo que me pasaba por la cabeza, me dijo mirándome de pies a cabeza: «Realmente, señora, no sé cómo lo hace; sólo lleva un sencillo vestido blanco sin cola ni miriñaque; está enferma y pálida como una muerta; no ha querido ponerse ni siquiera una mosca; ¡pues bien! que me muera si la he visto alguna vez más bella que esta noche. ¡Compadezco a los hombres que la miren!<br />
<br />
-¿Me crees pues sensata, mi pobre Quinette?<br />
<br />
-¡Ah! señora marquesa, pido al cielo a diario ser como usted, pero hasta la presente...<br />
<br />
-Vamos, ingenua, dame mi manteleta y mi manguito.<br />
<br />
A medianoche me encontraba en la casa de la calle de Valois. Iba cuidadosamente embozada. Una especie de lacayo acudió a recibirme; era el único ocupante visible de aquella misteriosa vivienda. A través de los paseos de un oscuro jardín me condujo hasta un pabellón envuelto en sombras y silencio. Tras haber depositado en el vestíbulo su farol de seda verde, me abrió la puerta de un apartamento oscuro y profundo, me mostró con un gesto respetuoso y expresión impasible el rayo de luz que llegaba desde el fondo de la crujía, y me dijo en voz baja, como si hubiera temido despertar a los ecos dormidos: «La señora está sola, no ha llegado nadie aún. La señora encontrará en el salón de verano un llamador al que responderé si tiene usted necesidad de algo». Y desapareció como por encanto, cerrando la puerta detrás de mí.<br />
<br />
Me entró un miedo horrible; temía haber caído en una trampa. Lo llamé. Apareció de inmediato y su aspecto solemnemente bobo me tranquilizó. Le pregunté qué hora era; yo lo sabía muy bien pues había hecho sonar más de diez veces mi reloj en el coche. «Son las doce de la noche», contestó sin mirarme. Vi que se trataba de un hombre perfectamente instruido en los deberes de su puesto. Me decidí a entrar hasta el salón de verano, y comprendí lo injusto de mis temores al ver que todas las puertas que daban al jardín sólo estaban cerradas por cortinas de seda pintada al estilo oriental. No había nada más delicioso que aquel gabinete que, en realidad, no era sino el salón de música más decente del mundo. Los muros eran de estuco blanco como la nieve, los marcos de los espejos en plata mate; los instrumentos de música, de una riqueza extraordinaria, estaban dispersos sobre muebles de terciopelo blanco con borlas de perlas. Toda la luz caía desde arriba, pero tamizada por hojas de alabastro que formaban como un techo en la rotonda. Podría haberse tomado aquella claridad mate y suave por la de la luna. Examiné con curiosidad, con interés, aquel aposento con el que mis recuerdos no podían comparar nada. Era y fue la única vez en mi vida que puse los pies en una sala de este tipo; pero bien porque no fuera una pieza destinada a servir de templo para los misterios galantes que allí se celebrarían, bien porque Lélio hubiera hecho desaparecer cualquier objeto que hubiera podido herir mi vista y hacerme sufrir por mi posición, lo cierto es que aquel lugar no justificaba ninguna de las repugnancias que había sentido al entrar en él. Sólo había una estatua de mármol blanco decorando aquel espacio; era antigua y representaba a Isis con un velo y un dedo en los labios. Los espejos que nos reflejaban, a ella y a mí, pálidas, vestidas de blanco y pudorosamente cubiertas las dos, me producían la sensación de que tenía que moverme para distinguir su forma de la mía.<br />
<br />
De repente, aquel silencio profundo, amedrentador y delicioso a la vez, se interrumpió; la puerta del fondo se abrió y volvió a cerrarse; unos pasos ligeros hicieron crujir el parquet. Caí sobre mi sillón, más muerta que viva; iba a ver a Lélio de cerca, fuera del teatro. Cerré los ojos, y antes de volver a abrirlos, le dije adiós interiormente.<br />
<br />
¡Pero cuál no fue mi sorpresa! Lélio estaba bello como los ángeles; no se había quitado sus ropas de teatro, era el traje más elegante que yo le hubiera visto. Su silueta, delgada y flexible, estaba embutida en un jubón español de raso blanco. Los lazos de los hombros y de las jarreteras eran de cinta rojo cereza; una capa corta, del mismo color, estaba posada sobre un hombro. Llevaba una enorme gola en punto de Inglaterra, el cabello corto y sin empolvar; una gorra sombreada de plumas blancas que se balanceaban sobre su frente, donde brillaba un rosetón de diamantes. Era con aquel atuendo con el que acababa de representar el papel de Don Juan en el Festin de Pierre. No lo había visto jamás tan bello, tan joven, tan poético como en aquel momento. Velásquez se habría postrado ante semejante modelo.<br />
<br />
Se puso de rodillas ante mí. No pude reprimir tenderle una mano. ¡Tenía un aspecto tan temeroso y sumiso! ¡Un hombre enamorado hasta el punto de ser tímido ante una mujer era tan raro en aquel tiempo! ¡y más un hombre de treinta y cinco años, un actor!<br />
<br />
No importa: me pareció, me sigue pareciendo aún, que se encontraba en toda la lozanía de la adolescencia. Con aquel traje blanco parecía un joven paje; su frente tenía toda la pureza y su corazón agitado todo el ardor de un primer amor. Tomó mis manos y las cubrió de besos devoradores. Entonces enloquecí; atraje su cabeza hacia mis rodillas; acaricié su frente ardiente, sus cabellos fuertes y negros, su cuello moreno que se perdía en la suave blancura de su gorguera, y Lélio no se enardeció en absoluto. Toda su emoción se concentró en su corazón; y se puso a llorar como una mujer. Me inundó con sus sollozos.<br />
<br />
¡Oh! le confieso que mezclé los míos con delicia. Le obligué a levantar la cabeza y a mirarme. ¡Qué bello estaba, Dios santo! ¡Qué brillo y qué ternura había en sus ojos! ¡Cuántos encantos prestaba su alma sincera y cálida incluso a los defectos de su figura y a los ultrajes de las vigilias y de los años! ¡Oh! ¡qué fuerza tiene el alma! ¡el que no ha comprendido sus milagros no ha amado jamás! Viendo las arrugas prematuras de su hermosa frente, la languidez de su sonrisa, la palidez de sus labios, me enternecía; necesitaba llorar por la desazón, el hastío y los trabajos de toda su vida. Me identificaba con todas sus penas, incluso con las producidas por su prolongado amor sin esperanza por mí, y sólo deseaba una cosa: reparar el daño que había padecido.<br />
<br />
«¡Mi querido Lélio, mi gran Rodrigo, mi bello Don Juan!» le decía en mi desvarío. Sus miradas me quemaban. Me habló, me contó todas las fases, todos los progresos de su amor; me dijo cómo de un histrión de costumbres laxas, yo había hecho un hombre ardiente y vivaz, cómo lo había elevado a sus propios ojos, cómo le había devuelto el valor y las ilusiones de la juventud; me habló de su respeto, de su veneración por mí, de su desprecio por las ridículas farfantonerías del amor a la moda; me dijo que daría todos los días que le quedaran por vivir por una hora pasada entre mis brazos, pero que sacrificaría esa hora y todos los días ante el temor de ofenderme. Jamás elocuencia más penetrante entusiasmó el corazón de una mujer; jamás el tierno Racine hizo hablar el amor con esta convicción, esta poesía y esta fuerza. Todo lo que la pasión puede inspirar de delicado y de grave, de suave y de impetuoso, sus palabras, su voz, sus ojos, sus caricias y su sumisión me lo enseñaron. ¡Ay! ¿se estaba burlando de mí? ¿estaba representando una comedia?»<br />
<br />
-No lo creo -exclamé yo mirando a la marquesa. </span></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Parecía rejuvenecer al hablar y escrutar sus casi cien años, como el hada Urgèle. No sé quién dijo que el corazón de una mujer no tiene arrugas...<br />
<br />
«Escuche el final -me dijo-. Ardiente, perdida, perdida por todo lo que él me decía, eché mis brazos alrededor de él, me estremecí al rozar el raso de su traje, al respirar el perfume de sus cabellos. Perdí la cabeza. Todo lo que ignoraba, todo lo que yo me creía incapaz de sentir, se me reveló, pero fue de forma demasiado violenta y me desvanecí.<br />
<br />
Me hizo volver en mí con rápidos socorros. Lo encontré a mis pies, más tímido, más conmovido que nunca. «Tenga piedad de mí -me dijo- máteme, écheme de aquí...». Se encontraba más pálido y moribundo que yo.<br />
<br />
Pero todas aquellas mutaciones nerviosas que yo había experimentado a lo largo de tan tormentosa jornada me hacían pasar rápidamente de una disposición a otra. Aquel rápido relámpago de una nueva existencia había palidecido; mi sangre se había calmado; las delicadezas del verdadero amor recuperaron ventaja...<br />
<br />
-Escúcheme, Lélio -le dije- no es el desprecio lo que me aleja de su pasión. Es posible que yo tenga todas las susceptibilidades que nos inculcan desde la infancia, y que llegan a ser para nosotros como una segunda naturaleza; pero no es este momento cuando podría acordarme de ellas, puesto que mi misma naturaleza acaba de transformarse en otra desconocida para mí. Si me ama, ayúdeme a resistir ante usted. Déjeme llevarme de aquí la deliciosa satisfacción de no haberle amado sino con el corazón. Tal vez si no hubiera pertenecido a nadie, me entregara a usted con alegría; pero sepa que Larrieux me ha profanado, sepa que, impulsada por la horrible necesidad de hacer como todo el mundo, he soportado las caricias de un hombre que no he amado jamás; sepa que el asco que he sentido por ellas, ha apagado en mí la imaginación hasta el punto de que en este momento le odiaría si yo hubiera sucumbido hace un instante. ¡Ah! ¡no hagamos la prueba! Permanezca puro en mi corazón y en mi memoria. Separémonos para siempre y llevémonos de aquí todo un futuro de risueños pensamientos y de adorados recuerdos. Le juro Lélio que lo amaré hasta la muerte. Presiento que el frío de la edad no logrará apagar esta llama ardiente. Le juro también que no seré jamás de ningún otro hombre después de haberle resistido. Este esfuerzo no me resultará difícil, puede usted creerme.»<br />
<br />
Lélio se arrodilló delante de mí; no me imploró, no me hizo reproches; me dijo que no había esperado toda la felicidad que le había dado y que no tenía derecho a exigir más. Sin embargo, al escuchar su despedida, su abatimiento y la emoción de su voz me asustaron. Le pregunté si no pensaría en mí con felicidad, si el éxtasis de esta noche no derramaría su encanto sobre todos sus días, si sus penas pasadas y futuras no se verían mitigadas cada vez que él lo evocara. Se animó para jurar y prometer todo lo que quise. Cayó de nuevo a mis pies, besó mi vestido con frenesí. Yo sentí que flaqueaba; le hice un gesto y él se alejó. El coche que había solicitado llegó. El intendente autómata de aquella estancia clandestina dio tres golpes desde el exterior para avisarme. Lélio se situó ante la puerta, desesperado; tenía la expresión de un espectro. Le empujé suavemente, y cedió. Entonces crucé el umbral y, como hizo ademán de seguirme, le indiqué una silla en mitad del salón, al pie de la estatua de Isis. Se sentó en ella. Una sonrisa apasionada se dibujó en sus labios y sus ojos hicieron brotar un último destello de gratitud y de amor. Aún estaba bello, aún joven, aún grande de España. Al cabo de unos pasos, y en el momento de perderlo para siempre, me volví y le eché una última mirada. La desesperación lo había destrozado. Se había convertido de nuevo en un viejo, descompuesto y horroroso. Su cuerpo parecía paralizado. Sus labios contraídos intentaban una sonrisa perdida. Sus ojos eran vidriosos y apagados: ya no era sino Lélio, la sombra de un amante y de un príncipe.»</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La marquesa hizo una pausa; luego, con una sonrisa sombría y descomponiéndose ella misma como una ruina que se derrumba, prosiguió: «A partir de aquel momento no he vuelto a oír hablar de él.» Hizo una nueva pausa más prolongada que la primera; pero con esa terrible fortaleza de alma que dan los años, el amor obstinado por la vida, o la cercana esperanza de la muerte, se puso de nuevo alegre, y me dijo sonriendo:<br />
<br />
-¡Y bien! ¿Creerá usted a partir de ahora en la virtud del siglo XVIII?<br />
<br />
-Señora -le contesté- no deseo dudar de ella, sin embargo, si estuviera menos emocionado, le diría tal vez que hizo muy bien en dejarse sangrar aquel día...<br />
<br />
-¡Oh! ¡Pobres hombres! -dijo la marquesa- ustedes no comprenden nada de la historia del corazón.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-91362108884727651672011-02-22T08:15:00.000-08:002011-02-22T08:15:27.329-08:00"LA EXCAVACIÓN" (Augusto Roa Bastos)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjyku4UbXVhwG6xK4dDt4Us0TR0f3jrw7BU5xK38ysoJX4y3ZWtz8qbPPAzZ4NHauh5bVEwf9C6xww6g8d_7o6JYt7BuUpy2ZJA8RgwuVmsA0iRh3kSkyL0SpUJKwA5WklqIX4DmuQ9e8x6/s1600/Augusto+Roa+Bastos.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" j6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjyku4UbXVhwG6xK4dDt4Us0TR0f3jrw7BU5xK38ysoJX4y3ZWtz8qbPPAzZ4NHauh5bVEwf9C6xww6g8d_7o6JYt7BuUpy2ZJA8RgwuVmsA0iRh3kSkyL0SpUJKwA5WklqIX4DmuQ9e8x6/s1600/Augusto+Roa+Bastos.jpg" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre podía avanzar o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el plato de hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de "bodega" para el contrabando de la tierra excavada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La guerra. civil había concluido seis meses atrás. La perforación del túnel duraba cuatro. Entre tanto, habían fallecido, por diversas causas, no del todo apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos que se hallaban amontonados en esa inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente, donde en tiempos de calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">De los diecisiete presos que habían tenido la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve se habían llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la prisión; a cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas; a dos, la rauda ventosa de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose las venas, uno con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo borde afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del túnel. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Esta estadística era la que regía la vida de esos desgraciados. Sus esperanzas y desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, como esas mariposas de aceite que a pocos metros de allí -tal vez solamente un centenar- brillaban en la Catedral delante de las imágenes. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La única respiración venía por el agujero aún ciego, aún nonato, que iba creciendo como un hijo en el vientre de esos hombres ansiosos. Por allí venía el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante entre los excrementos. Y allí se tocaba, en una especie de inminencia trabajada por el vértigo, todo lo que estaba más allá de ese boquete negro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span style="color: black;">Eso era lo que sentían los presos cuando escarbaban la tosca con el plato de hojalata, en la noche angosta del túnel<span lang="es">.</span></span></span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un nuevo desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en la carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple veta reblandecida. Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que llegaba hasta la superficie. Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo en la falla provocado por el desprendimiento. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No le quedaba otro recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los que faltaban, quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla de<span lang="es">l</span> túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al vacío. Era él quien se estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable delicia. Empezó a recordar. </span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Recordó aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. Un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo, claramente, con todos los detalles. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En el frente de Gondra, la guerra se había estancado. Hacia seis meses que paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones, cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros entre unos y otros. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En las pausas de ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus respectivas tierras. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El altiplano entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de las cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose, hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así sucedía porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose, para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos, en boletines de la rapiña internacional. </span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Fue en una de esas pausas en que en unión de otros catorce voluntarios, Perucho Rodi, estudiante de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno de ojos verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las posiciones bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción como el cráter de un volcán. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En dieciocho días los ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de<span lang="es"> </span>una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo <span lang="es">de </span>la cárcel, que él personalmente había empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había servido de trampa mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero negro y recto que a pesar de su rectitud le había rodeado desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemorial. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquella noche azul del Chaco, poblada de estruendos y cadáveres había mentido una salida. Pero sólo había sido un sueño; menos que un sueño: la decoración fantástica de un sueño futuro en medio del humo de la batalla </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Con el último aliento, Perucho Rodi la volvía a soñar; es decir, a vivir. Sólo ahora aquel sueño lejano era real. Y ahora sí que avistaba el boquete enceguecedor, el perfecto redondel<span lang="es"> </span>de la salida. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Soñó (recordó) que volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en sus manos. Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras ráfaga y que volvía a arrojar granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada una de sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear el límite secreto, las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas ochenta y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo en un fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre esos muertos. Soñó que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba, que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente el soldado enemigo a quien había abatido con su ametralladora, mientras se retorcía en una pesadilla. Soñó que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo que se hubiera dicho que era su hermano mellizo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El sueño de Perucho Rodi quedó sepultado en esa grieta como un diamante negro que iba a alumbrar aún otra noche. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La frustrada evasión fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró a los guardianes. </span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a 1a noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon con sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía desierto. La puerta trasera que daba a una callejuela clausurad<span lang="es">a</span>, estaba inexplicablemente entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los abatió en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al día siguiente, la ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido liquidados en el momento en que pretendían evadirse por un túnel. El comunicado pudo mentir con la verdad. Existía un testimonio irrefutable: el túnel<span lang="es">. L</span>os periodistas fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Poco después el agujero fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-í) volvió a quedar abarrotada.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-71997819228560207872011-02-21T07:21:00.000-08:002011-02-21T07:21:46.820-08:00"EL SILENCIO" (Leónidas Andréiev)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhOMBW5ucBUftc8ocEBD-QVPOYEaLOm5VDWWYagqELa3K-_3yQka0BosCSRRhJPb17Ie9OFwRiShjM7mKtDpp2b0UnMmBKe6yR9mUf_gNxqCrwWkcz3d607Cg6cZOor2L_UIZtPpnvi-m2x/s1600/Le%25C3%25B3nidas+Andr%25C3%25A9iev.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" j6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhOMBW5ucBUftc8ocEBD-QVPOYEaLOm5VDWWYagqELa3K-_3yQka0BosCSRRhJPb17Ie9OFwRiShjM7mKtDpp2b0UnMmBKe6yR9mUf_gNxqCrwWkcz3d607Cg6cZOor2L_UIZtPpnvi-m2x/s1600/Le%25C3%25B3nidas+Andr%25C3%25A9iev.jpg" /></a></div><div class="Estilo1"><br />
</div><div class="Estilo1"><span lang="ES-TRAD"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores, en el estudio del pope Ignacio penetró su mujer. En su rostro se dibujaba un aire de pena, y la lamparita temblaba en su mano. Se acercó a su marido y, tocándole con la mano, le dijo con lágrimas en los ojos:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Sin volver siquiera la cabeza, el pope miró fija y largamente a su mujer por encima de sus lentes, y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre una otomana.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Los dos son tan... impiadosos! -exclamó y su cara de buena mujer, algo inflada, se contrajo en una mueca de dolor, como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de crueldad de su esposo y de su hija.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">El sonrió y se levantó. Cerró su libro, se quitó los lentes, los metió en un estuche y se sumió en profundas reflexiones. Su larga barba, de hilillos de plata, le cubría el pecho.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Bueno; vamos allá -dijo al fin.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Olga Stepanevna se incorporó presurosa y le suplicó con voz tímida:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Pero no hay que reñirla... Sabes que es muy sensible...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">La habitación de Vera se hallaba arriba. La angosta escalera de madera se cimbreaba bajo los pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía que su conversación con Vera no conduciría a nada.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¿Qué pasa? -preguntó Vera, sorprendida, al verlos entrar.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Estaba en la cama. Con una mano se cubría la frente; la otra reposaba sobre el lecho, y era tan blanca y transparente, que apenas se distinguía sobre la blanca sábana.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Vera, niña mía! -murmuró el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces-. Dinos, ¿qué tienes?</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Vera guardó silencio.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Pero, veamos, Vera. ¿Es que tu madre y yo no somos dignos de tu confianza? ¿Es que no te amamos? No hay en el mundo quién te ame más que nosotros. Dinos por qué sufres, y se desahogará tu corazón, lo cual te hará bien. Créeme, pues conozco la vida y tengo experiencia. También a nosotros nos hará bien eso. Mira cómo sufre tu madre...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Verita! -suplicó la madre.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Y yo también -continuó el padre, con voz temblorosa, como si algo se hubiera roto en él-. ¿Crees que soy dichoso viéndote así? Sé que sufres, pero, ¿por qué? Yo, tu padre, no sé nada. ¿Crees que eso es justo?...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Vera seguía sin decir nada. Dominando la furia que le subía a la garganta, prosiguió él:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Te fuiste a Petersburgo contra mi voluntad; pero, así y todo, no rechacé a la hija desobediente; te mandé dinero. He sido siempre un buen padre para ti. ¡Habla! ¿Por qué no dices nada? ¡He aquí tu Petersburgo!...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Se imaginaba enormes masas de piedras, llenas de peligros desconocidos, y gentes indiferentes, frías, sin corazón. Esa ciudad inhospitalaria de granito es la que ha hecho sufrir tanto a Vera, débil, aislada, solitaria, sin defensa. Es esa ciudad la que la había perdido. El pope Ignacio sentía un odio mortal por Petersburgo y una tremenda cólera contra su hija, que no quería decir nada.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Petersburgo no tiene nada que ver aquí -dijo al fin Vera cerrando los ojos-. Además, no tengo nada. Es mejor que se acuesten; es tarde.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Verita mía, mi niña querida! -gemía la madre-. ¡Ábreme tu corazón!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Dejemos eso, mamá -replicó Vera, con impaciencia.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">El pope Ignacio se sentó en una silla y soltó una risa áspera y seca.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¿Nada, pues? -preguntó, con ironía.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Escucha, padre -dijo con firmeza Vera, incorporándose un poco sobre el lecho-. Sabes que los amo, a ti y a mamaíta. Pero... no hay nada, lo aseguro. Me aburro, eso es todo. Ya pasará. De verdad; váyanse a acostar. También yo tengo sueño. Ya hablaremos... mañana o un día de estos...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">El pope Ignacio se levantó de manera tan brusca que la silla chocó contra la pared; cogió a su mujer por la mano.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Vámonos!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Verita mía!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Vámonos, te digo! -gritó el pope-. Si ha olvidado al Dios bueno, no somos nada para ella.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Condujo a Olga Stepanovna casi a la fuerza. Cuando estaban en la escalera, ella le gritó, iracunda:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡La culpa es tuya! Tiene tu carácter. ¡Tú responderás de ella ante Dios! ¡Qué desgraciada soy!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Lloraba. Las lágrimas la impedían ver los peldaños de la escalera y andaba como si ante sus pies se hubiera abierto un abismo.</span></span></div><div class="Estilo1" dir="ltr"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">A partir de aquel día, el pope Ignacio no dirigió la palabra a su hija. Diríase que ésta no lo veía; seguía guardando cama o paseándose por su cuarto, frotándose a cada instante los ojos, como si hubiera algo que se tos tapara. Y la madre, que gustaba de reír y de bromear, perdía la cabeza desesperada, entre el marido y la hija, siempre taciturnos.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Vera, a veces, salía. Una semana después de la conversación que hemos referido, salió, como de costumbre, por la noche. Y ya no se la volvió a ver viva: aquella noche se arrojó bajo el tren, que la cortó en dos pedazos.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">El mismo pope Ignacio presidió la ceremonia de los funerales. Su mujer no asistió porque, al recibir la noticia de la muerte de Vera, fue acometida de una parálisis. Sus brazos, sus piernas y su lengua quedaron paralizados, y permaneció inmóvil en su cuarto, medio a oscuras, mientras, muy cerca, en el campanario, las campanas tocaban a muerto.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Oía a la gente salir de la iglesia, oía cantar a los sochantres ante el ataúd, e intentaba levantar la mano para hacer la señal de la cruz. Pero la mano no le obedecía. Quería decir: "¡Adiós, Vera!" Pero tenía la lengua pesada como una masa inerte. Seguía sin moverse, tan quieta que se diría estaba reposando. Solamente sus ojos estaban abiertos.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Durante la ceremonia fúnebre, la iglesia estaba llena de gente. Todos, hasta los que no conocían a Vera, se compadecían de la suerte de aquella muchacha que había tenido muerte tan trágica. Miraban al pope Ignacio buscando en su rostro la expresión del sufrimiento y el dolor. No lo amaban porque era severo y altivo, aborrecía a los pecadores y no les perdonaba, y, porque ávido amante del dinero, se hacía pagar caro los servicios religiosos. Y querían verle sufrir, abatido, comprendiendo su doble responsabilidad en la muerte de su hija: como padre cruel, y como pope, que no supo conducir a su hija por los senderos del bien. Todos le espiaban con la mirada, y él, advirtiendo esta curiosidad hostil, trataba de mantener erguida su ancha espalda y no mostrarse demasiado abatido. Pensaba más en esto que en la muerte de su hija. Así, erguido, con aire altivo, acompañó a Vera al cementerio y volvió a su casa. Al llegar a la puerta, su espalda se curvó un poco; pero era porque tenía la talla demasiado elevada y las puertas eran demasiado bajas para él.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Entró en el cuarto de su esposa, y no pudo ver bien su rostro; pero, después de examinarlo más de cerca, quedó sorprendido al verla completamente tranquila, sin lágrimas. Sus ojos no tenían ninguna expresión: estaban mudos, como todo el cuerpo inerte.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¿Cómo te encuentras?</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Ella no se movió. El pope Ignacio le puso la mano en la frente: estaba helada y húmeda. Los ojos de la vieja, profundos y grises, no expresaban ni dolor ni cólera.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Me voy a mi cuarto -dijo el pope Ignacio, que sentía algún malestar.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Pasó al salón, donde todo cataba muy limpio, como siempre, y donde los sillones, cubiertos con tundas blancas, parecían muertos envueltos en sudarios. En una ventana había colgada una jaula, pero su puertecita estaba vacía y abierta.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Nastasia! -gritó con voz fuerte, y al oírla, se asustó-. Nastasia -llamó más bajo-. ¿Dónde .está el canario?</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">La cocinera que, de tanto llorar, tenia la nariz roja e hinchada, contestó gravemente:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡El canario ha volado!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¿Por qué has abierto la jaula? -interrogó el pope, frunciendo las cejas.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Ella se echó a llorar de nuevo y respondió, enjugándose las lágrimas con la punta del delantal:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Era el alma de la pobre señorita... No me atreví a detenerla.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Al pope Ignacio le pareció que el pequeño canario amarillo, que cantaba tan maravillosamente, era en verdad el alma de Vera, y que, si no hubiera volado, no podría estar seguro de la muerte de su hija.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Vete! -exclamó iracundo- ¡Qué bestia eres!...</span></span></div><h2 align="center"><span lang="ES-TRAD"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif; font-size: small;">II</span></span></h2><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">En la casita reinaba el silencio. No la tranquilidad, que sólo es la ausencia de cuidados y preocupaciones, sino el silencio; los que podrían hablar, no quieren decir nada.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Al entrar en el cuarto de su mujer, el pope Ignacio encontró en ella una mirada tan densa como si la atmósfera fuese de plomo y pesara enormemente sobre la cabeza y los hombros. Examinó largo tiempo los cuadernos de Música de Vera, sus libros y su retrato en color, que trajo ella de Petersburgo. Recordaba el arañazo que vio en la mejilla de su hija cuando la hallaron muerta, y cuyo origen no podía comprender: el tren que la mató, dejó intacta su cabeza; de otro modo, la hubiera destrozado por completo.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">¿De dónde procedía aquel arañazo? Pero hacía un esfuerzo para no pensar en la muerte de Vera, y en el retrato escrutaba sus ojos. Eran bellos, negros, con grandes párpados que los envolvían en la sombra, como si estuvieran encerrados en un marco negro. El pintor desconocido, pero de talento, le había dado una expresión extraña: diríase que entre los ojos y los objetos hacia los cuales miraban, había un velo opaco. Aquellos ojos le seguían con la mirada por todas partes, pero también guardaban silencio. Se diría que hasta podría oírse aquel silencio. Por lo menos, al pope Ignacio le parecía oírlo.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Todas las mañanas, después de la misa, se dirigía al salón y examinaba rápidamente la jaula vacía y toda la habitación, se sentaba en una silla, cerraba los ojos y escuchaba el silencio de la casa. La jaula guardaba un silencio dulce y tierno, lleno de dolor, de lágrimas y de una como lejana risa extinguida.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">El silencio de su mujer era terco, pesado, como el plomo, y tan terrible que el pope Ignacio, a pesar del calor, sintió frío. El silencio de Vera fue interminable, glacial y misterioso como la tumba. Aguzaba los oídos con la esperanza de captar un ruido cualquiera; luego, avergonzado de su debilidad, se incorporaba bruscamente y murmuraba:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Esas son tonterías!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Miraba por la ventana la plaza inundada de sol y el muro de piedra de un cobertizo sin ventanas. En un rincón estaba parado un cochero; parecía una estatua de barro, y no se comprendía por qué estaba allí todo el santo día, en un sitio donde nunca había nadie.</span></span></div><h2 align="center"><span lang="ES-TRAD"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif; font-size: small;">III</span></span></h2><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Fuera de la casa, el pope Ignacio hablaba mucho con el clero y los feligreses; en ocasiones, con conocidos, en cuyas casas solía jugar a las cartas. Mas cuando volvía a casa, le parecía que no había pronunciado una sola palabra en todo el día. Esto era porque no podía hablar con nadie de lo que más le importaba, de lo que era objeto de sus pensamientos: ¿por qué se suicidó Vera?</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">No podía, ni quería, comprender que ya era tarde para conocer los motivos de aquella muerte. Todas las noches recordaba el momento en que él y su mujer, junto al lecho de Vera, le suplicaban les dijera lo que tenía y cerraba los ojos y se le representaba a Vera incorporada en su cama, diciendo: Pero no dijo la única palabra que aclarase el misterio de su suicidio. Parecíale al pope Ignacio que, aguzando los oídos, conteniendo los latidos de su corazón, podría tal vez oír aquella palabra misteriosa. Y saltando de la cama, tendía las manos suplicante:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Vera!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">El silencio respondía.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Una noche entró en el cuarto de su mujer, a la que hacía una semana que no veía; se sentó a su cabecera y, evitando su densa mirada, le dijo:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Escucha, quiero hablarte de Vera. ¿Me oyes?</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Ella callaba. Entonces, levantando la voz, le habló con tono severo, como a los que venían a su casa a confesarse:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Ya sé que tú no eres culpable de la muerte de Vera. Pero reflexiona: ¿es que yo no la quería tanto como tú? Razonas extrañamente. Sí, yo era severo; pero eso no le impedía hacer su antojo. Sacrifiqué mi amor propio de padre y accedí a que se marchara a Petersburgo. Pero ¿es que tú no le habías suplicado que se quedara, que renunciara a aquel viaje? No he sido yo quien la hizo tan impía. Siempre le inspiré el amor de Dios y las virtudes cristianas...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Miró a los ojos de su mujer y volvió la cabeza.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¿Qué podía yo hacer cuando ella no nos quería decir lo que tenía? He ordenado, he suplicado, he implorado. ¿O acaso debí arrodillarme ante aquella chicuela y llorar como una vieja? ¿Sabía yo lo que ella tenía en la cabeza? ¡Hija cruel, sin corazón!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Se golpeó una rodilla con el puño.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Era el amor lo que le faltaba. Confesemos que no me podía querer, porque yo era un tirano. Pero, ¿a ti? Ella te quería. Tú, que te humillabas ante ella, la implorabas...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Rió nerviosamente.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Bien claro se ve cómo te quería! Fue por ti por lo que buscó una muerte tan atroz y vergonzosa... la muerte en el lodo, como un perro.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Su voz temblaba colérica.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Me da vergüenza! -continuó-. Me da vergüenza dejarme ver en la calle. Me avergüenzo ante Dios y ante los hombres. ¡Hija cruel, indigna! Mereces ser maldita en tu tumba...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Cuando el pope Ignacio miró a su mujer, ésta yacía desvanecida sobre el lecho. Tardó unas horas en recobrar el conocimiento, y no se sabía si recordaba las palabras de su marido.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Aquella misma noche, una noche clara y serena de julio, el pope Ignacio subió, de puntillas, al cuarto de Vera. No habían abierto la ventana desde su muerte, y el ambiente era allí cálido y seco. La luna iluminaba el suelo, los rincones y la cama blanca, con sus dos almohadas, una grande y otra pequeña.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">El pope Ignacio abrió la ventana, y en la habitación entró el aire fresco, con el olor del polvo, del río próximo y del tilo en flor. se oía una canción; probablemente cantaban en alguna barca.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Procurando no hacer ruido, se acercó al lecho, se arrodilló y dejó caer la cabeza sobre las almohadas, apoyando los labios en el sitio donde reposaba la cabeza de Vera. Permaneció largo tiempo así. Allá, en el río, la canción se había hecho más vigorosa y sonora; luego se extinguió. Siguió arrodillado, esparcidos sus cabellos por los hombros, y por el lecho.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">La luna se había ocultado y el cuarto quedó sumido en oscuridad completa, El pope Ignacio levantó la cabeza y comenzó a murmurar entre dientes, con voz conmovida por amor largo tiempo contenido como si Vera pudiera oírle:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Hija mía, querida! ¿Comprendes el significado de estas palabras: "¡hija mía!"? Tú eres mi corazón, mi sangre, mi vida. Es tu viejo padre quien te lo dice...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Sacudían sus hombros los sollozos, y prosiguió hablando, como a un niño:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Es tu viejo padre quien te suplica, te implora, Verita mía. Él, que jamás conoció las lágrimas, ahora llora. Tu dolor es el mío, tus sufrimientos son más que míos. No son ni los sufrimientos ni la muerte lo que me asusta. Pero tú, que eras tan tierna, tan frágil, tan débil, tan mansa, tan tímida... ¿Te acuerdas, una vez que te pinchaste tu dedito, cómo llorabas a lágrima viva? ¡Nena mía querida! Bien sé que me quieres. Todas las mañanas me besas la mano. Dime por qué sufres, y yo aplastaré tu dolor con mis manos. Todavía son fuertes mis manos...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Levantó los ojos implorantes.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Dilo!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Tendió los brazos como en plegaria</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Dilo!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Pero en la habitación reinaba un silencio profundo. Se oía, a lo lejos, el silbido prolongado de una locomotora.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">El pope Ignacio se incorporó y, retrocediendo hasta la puerta, repitió, una vez más:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Dilo!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Y la respuesta fue un silencio de muerte.</span></span></div><h2 align="center"><span lang="ES-TRAD"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif; font-size: small;">IV</span></span></h2><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Al día siguiente, después del solitario desayuno, fue al cementerio por primera vez después de la muerte de Vera. Hacía calor. El cementerio estaba desierto y tranquilo, como si no fuera de día, sino de noche. El pope Ignacio caminaba erguido, y miraba serenamente en torno suyo, no queriendo comprender que no era ya el mismo, que sus piernas se habían vuelto más débiles, que su larga barba era ya completamente blanca; como nevada.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">La tumba de Vera estaba en el extremo del cementerio, donde ya no había senderos de arena. El pope Ignacio se perdía casi entre las colinas verdes, que eran tumbas abandonadas, olvidadas. De vez en cuando, veía monumentos descuidados, rejas abismadas y grandes lápidas sepulcrales, hundidas hasta la mitad en la tierra.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Una de aquellas lápidas cubría la tumba de Vera. Estaba oculta por un montecillo amarillento; pero, en torno suyo, todo verdeaba. Dos árboles mezclaban su follaje en lo alto de la tumba.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Sentado sobre una tumba vecina, el pope Ignacio miró al cielo, donde, inmóvil, estaba suspenso el disco solar, y sintió el silencio profundo, incomparable, que reina en los cementerios cuando no sopla el viento. Este silencio lo inundaba todo, traspasaba los muros e invadía la ciudad.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">El pope Ignacio miró la tumba de Vera, la hierba que había crecido allí, y su imaginación se negaba a creer que allí, bajo aquella hierba, a dos pasos de él, estaba su hija. Aquella proximidad parecíale inconcebible; le turbaba profundamente. La que creía desaparecida para siempre, en las profundidades misteriosas del infinito, estaba allí, muy cerca. A pesar de eso, no existía ya ni existiría nunca. Creía que si hallara la palabra mágica, ella saldría de su tumba, bella, grande, como él la había conocido. No sólo ella, sino todos los muertos saldrían de sus tumbas.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span style="color: black;">Se q<span lang="ES-TRAD">uitó el sombrero negro, de anchas alas, se alzó los cabellos y susurró:</span></span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Vera!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Tuvo miedo de que le hubiese oído alguien y, poniéndose de pie sobre la tumba, miró en torno suyo. No había nadie. Entonces, repitió más alto:</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Vera!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Su voz era dura, autoritaria y le parecía extraño que no le respondiera nadie.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Vera!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Llamaba cada vez con mayor insistencia y, cuando callaba, por instantes parecía que alguien, muy bajito, le contestaba. Se echó sobre la tumba, aplicando el oído a la tierra.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Vera, habla!</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Y notó, con pavor, que su oído se llenaba de un frío de sepulcro que le helaba el cerebro, y que Vera hablaba con su silencio mismo. Este silencio se hizo cada vez más espantoso, y, cuando el pope Ignacio alzó la cabeza, parecíale que, conturbada, vibraba toda la atmósfera, como si por encima del camposanto hubiera pasado una tempestad. El silencio le sofocaba, le hacía temblar, le erizaba los cabellos. Se estremeció, se levantó lentamente haciendo un esfuerzo penoso para mantenerse erecto. Sacudió el polvo de las rodillas, se puso el sombrero, hizo la señal de la cruz tres veces sobre la tumba y se marchó con paso firme. Pero no conocía el camino en los estrechos senderos.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Me he perdido! -murmuró con triste sonrisa.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Se detuvo un instante y, sin saber por qué, tomó la izquierda. No se atrevió a quedarse mucho tiempo allí. El silencio le empujaba; el silencio que surgía de las tumbas verdes, de las cruces grises, de los poros de la tierra llena de cadáveres.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">El pope Ignacio alargó el paso. No sabía ya adónde iba, volvía por los mismos senderos, saltaba por encima de las tumbas, tropezaba con las rejas y las coronas metálicas, desgarrándose las vestiduras. No tenia, ahora, más que un solo pensamiento: salir de allí. En desorden el traje y los cabellos, huyó a todo correr. Si alguien le hubiera visto en aquel momento, se hubiera asustado más que si topara con un muerto salido de su tumba; tan crispado por el terror estaba el rostro del pope Ignacio.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Sofocado, ahogándose, ganó al fin el calvero donde estaba la iglesia del cementerio. Cerca de la puerta dormitaba un viejecito sobre un banco, y dos mendigos disputaban.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Cuando el pope Ignacio entró en su casa, en el cuarto de su mujer había luz. Vestido como estaba, cubierto de polvo, desgarradas las ropas, entró en el cuarto de su mujer y cayó de rodillas.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-Olga, Olguita... Querida mía... ¡Ten piedad de mí! ¡Me vuelvo loco!...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Y comenzó a golpearse la cabeza contra la cama y a llorar violentamente, como hombre que llora por vez primera en su vida. Después, alzó la cabeza, con la certidumbre de que esta vez el milagro iba por fin a cumplirse, y su mujer, llena de compasión, le iba a decir algo.</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">-¡Mi querida esposa!...</span></span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Lleno de esperanza, se inclinó sobre ella... y se encontró con la mirada de sus ojos grises. No expresaban ni cólera ni dolor. Tal vez se apiadaba de él, tal vez le perdonaba; pero sus ojos no decían nada: guardaban silencio.</span></span></div><div align="center" class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">**************************</span></div><div class="Estilo1"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span lang="ES-TRAD">Y el silencio reinaba en toda la casa, triste y desierta.</span></span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-42773553301156703042011-02-20T16:31:00.000-08:002011-02-20T16:31:09.339-08:00"LA COMPUERTA NÚMERO 12" (Baldomero Lillo)<span style="color: maroon;"></span><br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgX38HECBq21xURLP46aqUt1vLYWWxpHtHiS8Es9i4eow5V6NdeF_IDMj93aWL1W5KMRpR_fpy4CVFfz0fUUE1Kq3QF5OP8uCUtK0bjZ1hbbCoiZxiy-HENr-Om2uRV4GUuIymR_XL9Na8S/s1600/BALDOMERO+LILLO.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" j6="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgX38HECBq21xURLP46aqUt1vLYWWxpHtHiS8Es9i4eow5V6NdeF_IDMj93aWL1W5KMRpR_fpy4CVFfz0fUUE1Kq3QF5OP8uCUtK0bjZ1hbbCoiZxiy-HENr-Om2uRV4GUuIymR_XL9Na8S/s1600/BALDOMERO+LILLO.jpg" /></a></div><div align="justify"><br />
</div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Señor, aquí traigo el chico.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada: </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo? </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Sí, señor. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado- lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo: </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!" quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante. </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia: </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Madre! ¡Madre! </span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.</span></div><div align="justify"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-41950803366473864532011-02-13T15:33:00.000-08:002011-02-13T15:33:45.736-08:00"PUCHERO DE SOLDADO" (Ricardo Güiraldes)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj6Gu8ZocZDYCV5Y6xYnaLWJ-DHjQ_fwEfgE8eZM4TqVpLy2IKVYxHbK0fVru4DX9XyNppmj6YmT9u5VUXR2A7kB37Oa6LUHu14_Z3sU_YJFYzYfx-4jCg1Wx17ve57IWJa0nQf_rEo0mlf/s1600/Ricardo+G%25C3%25BCiraldes.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" h5="true" height="314" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj6Gu8ZocZDYCV5Y6xYnaLWJ-DHjQ_fwEfgE8eZM4TqVpLy2IKVYxHbK0fVru4DX9XyNppmj6YmT9u5VUXR2A7kB37Oa6LUHu14_Z3sU_YJFYzYfx-4jCg1Wx17ve57IWJa0nQf_rEo0mlf/s320/Ricardo+G%25C3%25BCiraldes.jpg" width="320" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El tren cruzaba una estancia poblada de vacas finas que, familiarizadas con el paso del gran lagarto férreo, pacían tranquilas.<br />
<span style="color: black; font-size: small;">Era un espectáculo harto conocido y conversábamos, indiferentes, de incidencias menores en nuestras vidas camperas.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">El viejo don Juan miraba hacía un rato por la ventanilla y veía cosas muy distintas de las que hubiéramos podido ver nosotros.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Recuerdos. ¿Y qué recuerdos podía no tener ese hombre de setenta y cuatro años desde su juvenil participación en la guerra del Paraguay?</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">De pronto pensó en voz alta:</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">-Nosotros nos asombramos de la evolución a que hemos asistido en Buenos Aires...; es asombroso, en efecto, lo presenciado en adelantos y perfeccionamientos; pero hay cosas increíbles en el pasado de un hombre viejo, y es como para pensar si uno no las ha visto en otra vida. Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez sea un sueño lo que nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de éstas, como lo son las cruzadas de los modernos días europeos.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">-¿Qué les sucedió? -preguntamos, más por deferencia que interés.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">-Figúrense que el Gobierno me había encargado de hacer una mensura poco tiempo después de la campaña del general Roca contra los salvajes. Como el trabajo presentaba peligros, mandé pedir unos soldados a mi amigo, y cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue -se sabe- uno de los jefes expedicionarios.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Uriburu me envió quince hombres para completar una comitiva apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del posible ataque pampa.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Seríamos, pues, veinte entre todos, con numeroso convoy de carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche, para mayor seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con lazos.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Un hombre quedaba de centinela; no había cuidado que se durmiera. Los indios se presentaban de improviso, y a nadie sonreía morir sin vender el pellejo.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Aquella noche cayeron en número crecido. No podíamos pelear con ventaja; pero en lugar de la atropellada que esperábamos, se contentaron con incendiar el pajonal, y pronto las llamas nos alumbraron como de día.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Había que ver, amigo: temblábamos de miedo como nuestras sombras bailarinas. Ibamos a morir asados si nos quedábamos. ¿Y disparar? ¿A dónde que no nos ensartáramos con las lanzas de los salvajes que nos esperaban para eso?</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Era la muerte a fuego o hierro. Podíamos elegir.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">De pronto vi la salvación. La laguna donde habíamos dado el día antes de beber a nuestros animales.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Di la voz, y corrimos temerosos de no tener tiempo. El calor picoteaba ya el cuerpo, y a punto nos largamos de cabeza en el agua, luminosa de reflejos.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Les garanto que tengo una rebajita en el Purgatorio. Metidos en el agua hasta el cogote, vimos llegar las llamaradas, que roncaban en una sostenida nota grave; parecía como que la tierra se fuera en borbotones de humo, y la cara se nos asaba materialmente. Entonces empezamos la única maniobra de defensa. Metíamos la cabeza bajo el agua el mayor tiempo posible para evitar la quemadura de las llamaradas que pasaban sobre nosotros, pero teníamos que respirar y así jugamos al zambullón hasta sentir el fuego alejarse.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">El agua parecía de puchero. Pensar en salir a tierra era locura. Nos hubiéramos cocido como bifes los pies. Optamos, pues, por quedarnos; y, aplacado el susto, sintiéndonos como resucitar, empezamos a mirarnos. No faltaba ninguno.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Clareaba ya la mañana cuando salimos del agua, colorados como flamencos y tiritando de frío por contraste.</span><br />
<span style="color: black; font-size: small;">Pero nos reíamos. Nos reíamos los unos de los otros, a pesar de quedar sin recursos en el desierto, porque pensábamos que el fuego encendido para nuestra muerte nos salvaba arriando a los indios lejos de nosotros.</span></span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-57220085193679526652011-02-12T08:18:00.000-08:002011-02-12T08:18:58.667-08:00"LA INSIGNIA" (Julio Ramón Ribeyro)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj31XylgKK6wZWpPRV2YGlXvmDgd1hInwwKbZ89nYV3g-uvvyjTRbLKvInlIWYGCEf1eSzpetHmWWIbAaIHU3IgbB7YICb0bf3XlPlg6NWsawvpT6EpWp5YaKSlAmJalGL-RYW1tML0d_yu/s1600/julio+ribeyro.JPG" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" h5="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj31XylgKK6wZWpPRV2YGlXvmDgd1hInwwKbZ89nYV3g-uvvyjTRbLKvInlIWYGCEf1eSzpetHmWWIbAaIHU3IgbB7YICb0bf3XlPlg6NWsawvpT6EpWp5YaKSlAmJalGL-RYW1tML0d_yu/s1600/julio+ribeyro.JPG" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: 10pt;"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Hasta <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_18">ahora</nobr> recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamente de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_19">manga</nobr> de mi saco. Así pude <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_20">observar</nobr> que se trataba de una menuda insignia de <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_21">plata</nobr>, atravesada por unos <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_22">signos</nobr> que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_23">sin</nobr> darle <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_24">mayor</nobr> importancia al asunto, regresé a mi <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_25">casa</nobr>. No puedo precisar cuánto <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_26">tiempo</nobr> estuvo guardada en aquel <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_27">traje</nobr> que usaba poco. Sólo recuerdo que en una <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_28">oportunidad</nobr> lo mandé a lavar y, con <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_29">gran</nobr> <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_30">sorpresa</nobr> mía, <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_31">cuando</nobr> el dependiente me lo devolvió <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_32">limpio</nobr>, me entregó una cajita, diciéndome: "Esto <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_33">debe</nobr> ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo". <br />
<br />
Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.<br />
<br />
Aquí empieza realmente el encadenamiento de <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_34">sucesos</nobr> extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidenbte que tuve en una librería de <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_35">viejo</nobr>. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato e observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_36">tono</nobr> de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: "Aquí tenemos <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_37">libros</nobr> de Feifer". Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_38">conocimientos</nobr> de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: "Feifer estuvo en Pilsen". Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: "Debe usted <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_39">saber</nobr> que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga". Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_40">comprar</nobr> un <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_41">libro</nobr> de mecánica salí, desconcertado, del <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_42">negocio</nobr>. <br />
<br />
--<br />
<br />
Durante algún tiempo estuve razonando <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_43">sobre</nobr> el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hobre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_44">tarjeta</nobr> entre las <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_45">manos</nobr>, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_46">dirección</nobr> y una cita que rezaba: SEGUNDA SESION: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_47">varios</nobr> sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_48">igual</nobr> a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_49">mano</nobr> con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_50">hablar</nobr> interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas disgresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo. <br />
<br />
Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_51">mas</nobr>, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara. <br />
- Es usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un poco desconfiado.<br />
- Sí -respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia-. Tengo poco tiempo.<br />
- ¿Y quién lo introdujo?<br />
Me acordé de la librería, con gran <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_52">suerte</nobr> de mi parte. <br />
-Estaba en la librería de la <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_53">calle</nobr> Amargura, cuando el... <br />
- ¿Quién? ¿Martín?<br />
- Sí, Martín.<br />
-!Ah, es un colaborador nuestro!<br />
- Yo <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_54">soy</nobr> un viejo <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_55">cliente</nobr> suyo. <br />
- ¿Y de qué hablaron?<br />
-Bueno... de Feifer.<br />
-¿Qué le dijo?<br />
-Que había <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_56">estado</nobr> en Pilsen. En verdad... yo no lo sabía <br />
-¿No lo sabía?<br />
- No -repliqué con la mayor tranquilidad.<br />
- ¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?<br />
- Eso también me lo dijo.<br />
-!Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!<br />
-En <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_57">efecto</nobr> -confirmé- Fue una pérdida irreparable. <br />
Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_58">personas</nobr> extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_59">belleza</nobr> de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención . <br />
-Tráigame en la próxima <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_60">semana</nobr> -dijo- una <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_61">lista</nobr> de todos los <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_62">teléfonos</nobr> que empiecen con 38. <br />
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.<br />
-!Admirable! -exclamó- Trabaja usted con rapidez ejemplar.<br />
<br />
--<br />
Desde aquel <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_63">día</nobr> cumplí una <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_64">serie</nobr> de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_65">conseguir</nobr> una docena de papagayos a los que ni más volví a <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_66">ver</nobr>. Mas tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_68">residencias</nobr> escrupulosamente señaladas, de <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_69">escribir</nobr> un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un meno en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_70">cartas</nobr> que jamás leí o espiar a <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_71">mujeres</nobr> exóticas que generalmente desaparecían sin <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_72">dejar</nobr> rastro. <br />
<br />
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_73">ceremonia</nobr> emocionante, fui elevado de rango. "Ha ascendido usted un grado", me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en térmios vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito. <br />
<br />
En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas poque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_74">hombre</nobr> sensato. Sobre <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_75">todo</nobr>, recuerdo haberlos intrigado <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_76">mucho</nobr> un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe. <br />
<br />
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_77">energía</nobr> que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_78">sociedad</nobr>. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños. <br />
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A los <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_79">tres</nobr> años me enviaron al extranjero. Fueun viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín. <br />
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Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_82">presidente</nobr>. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_83">renta</nobr> de cinco mil dólares, <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_84">casas</nobr> en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_85">mujer</nobr> encantadora que viene a mí por las noches sin que yo le llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_87">primer</nobr> día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la <nobr id="epl_kw_74f93611eb3005f0_88">mente</nobr> humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala. </span></span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-77491095073956276672011-02-10T11:28:00.000-08:002011-02-10T11:28:46.532-08:00HUITZILOPOXTLI (Rubén Darío)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgMEU3xChF_NPq8QFgSOKAXg-e6Fz0cFSSUMZgOGGDAsZvXDCxsuGOgv_5gUUsOOowML9_hqRALQo58MajTIwvK69Vt2QQvn1_E3Yz8Mu3o4QXF_ZSDV6-PgoUZGtxrnWq4L5EfPqgFI2wR/s1600/ruben_dario.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" h5="true" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgMEU3xChF_NPq8QFgSOKAXg-e6Fz0cFSSUMZgOGGDAsZvXDCxsuGOgv_5gUUsOOowML9_hqRALQo58MajTIwvK69Vt2QQvn1_E3Yz8Mu3o4QXF_ZSDV6-PgoUZGtxrnWq4L5EfPqgFI2wR/s320/ruben_dario.jpg" width="219" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Tuve que ir, hace poco tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera de los Estados Unidos, a un punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí se me dio una recomendación y un salvoconducto para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias, el cual me había ofrecido datos para mis informaciones, asegurándome que nada tendría que temer durante mi permanencia en su campo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más allá de la línea fronteriza en compañía de mister John Perhaps, médico, y también hombre de periodismo, al servicio de diarios yanquis, y del Coronel Reguera, o mejor dicho, el Padre Reguera, uno de los hombres más raros y terribles que haya conocido en mi vida. El Padre Reguera es un antiguo fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, imperialista, naturalmente, cambió en el tiempo de Porfirio Díaz de Emperador sin cambiar en nada de lo demás. Es un viejo fraile vasco que cree en que todo está dispuesto por la resolución divina. Sobre todo, el derecho divino del mando es para él indiscutible. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Porfirio dominó -decía- porque Dios lo quiso. Porque así debía ser. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡No diga macanas! -contestaba mister Perhaps, que había estado en la Argentina. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad... ¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquí en México, sobre todo, se vive en un suelo que está repleto de misterio. Todos esos indios que hay no respiran otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes. En otras partes se dice: "Rascad... y aparecerá el...". Aquí no hay que rascar nada. El misterio azteca, o maya, vive en todo mexicano por mucha mezcla social que haya en su sangre, y esto en pocos. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Coronel, ¡tome un whisky! dijo mister Perhaps, tendiéndole su frasco de ruolz. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Prefiero el comiteco- respondió el Padre Reguera, y me tendió un papel con sal, que sacó de un bolsón, y una cantimplora llena de licor mexicano. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Andando, andando, llegamos al extremo de un bosque, en donde oímos un grito: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">"¡Alto!". Nos detuvimos. No se podía pasar por ahí. Unos cuantos soldados indios, descalzos, con sus grandes sombrerones y sus rifles listos, nos detuvieron. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El Viejo Reguera parlamentó con el principal, quien conocía también al yanqui. Todo acabó bien. Tuvimos dos mulas y un caballejo para llegar al punto de nuestro destino. Hacía luna cuando seguimos la marcha. Fuimos paso a paso. De pronto exclamé dirigiéndome al viejo Reguera: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Reguera, ¿cómo quiere que le llame, Coronel o Padre? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Como la que lo parió! - bufó el apergaminado personaje. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Lo digo- repuse- porque tengo que preguntarle sobre cosas que a mí me preocupan bastante. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Las dos mulas iban a un trotecito regular, y solamente mister Perhaps se detenía de cuando en cuando a arreglar la cincha de su caballo, aunque lo principal era el engullimiento de su whisky. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Dejé que pasara el yanqui adelante, y luego, acercando mi caballería a la del Padre Reguera, le dije: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Usted es un hombre valiente, práctico y antiguo. A usted le respetan y lo quieren mucho todas estas indiadas. Dígame en confianza: ¿es cierto que todavía se suelen ver aquí cosas extraordinarias, como en tiempos de la conquista? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Buen diablo se lo lleve a usted! ¿Tiene tabaco? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Le di un cigarro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pues le diré a usted. Desde hace muchos años conozco a estos indios como a mí mismo, y vivo entre ellos como si fuese uno de ellos. Me vine aquí muy muchacho, desde en tiempo de Maximiliano. Ya era cura y sigo siendo cura, y moriré cura. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Y...? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No se meta en eso. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Tiene usted razón, Padre; pero sí me permitirá que me interese en su extraña vida. ¿Cómo usted ha podido ser durante tantos años sacerdote, militar, hombre que tiene una leyenda, metido por tanto tiempo entre los indios, y por último aparecer en la Revolución con Madero? ¿No se había dicho que Porfirio le había ganado a usted? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El viejo Reguera soltó una gran carcajada. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Mientras Porfirio tuvo a Dios, todo anduvo muy bien; y eso por doña Carmen... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Cómo, padre? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Pues así... Lo que hay es que los otros dioses... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Cuáles, Padre? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Los de la tierra... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Pero usted cree en ellos? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Calla, muchacho, y tómate otro comiteco. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Invitemos -le dije- a míster Perhaps que se ha ido ya muy delantero. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Eh, Perhaps! ¡Perhaps! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No nos contestó el yanqui. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Espere- le dije, Padre Reguera; voy a ver si lo alcanzo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No vaya- me contestó mirando al fondo de la selva. Tome su comiteco </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El alcohol azteca había puesto en mi sangre una actividad singular. A poco andar en silencio, me dijo el Padre: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Si Madero no se hubiera dejado engañar... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿De los políticos? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No, hijo; de los diablos... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Cómo es eso? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Usted sabe. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Lo del espiritismo... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Nada de eso. Lo que hay es que él logró ponerse en comunicación con los dioses viejos... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¡Pero, padre...! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Sí, muchacho, sí, y te lo digo porque, aunque yo diga misa, eso no me quita lo aprendido por todas esas regiones en tantos años... Y te advierto una cosa: con la cruz hemos hecho aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y las formas de los primitivos ídolos nos vencen... Aquí no hubo suficientes cadenas cristianas para esclavizar a las divinidades de antes; y cada vez que han podido, y ahora sobre todo, esos diablos se muestran. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Mi mula dio un salto atrás toda agitada y temblorosa, quise hacerla pasar y fue imposible. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Quieto, quieto- me dijo Reguera. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sacó su largo cuchillo y cortó de un árbol un varejón, y luego con él dio unos cuantos golpes en el suelo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No se asuste -me dijo-; es una cascabel. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Y vi entonces una gran víbora que quedaba muerta a lo largo del camino. Y cuando seguimos el viaje, oí una sorda risita del cura... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No hemos vuelto a ver al yanqui le dije. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No se preocupe; ya le encontraremos alguna vez. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Seguimos adelante. Hubo que pasar a través de una gran arboleda tras la cual oíase el ruido del agua en una quebrada. A poco: "¡Alto!" </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-¿Otra vez? - le dije a Reguera. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Sí -me contestó-. Estamos en el sitio más delicado que ocupan las fuerzas revolucionarias. ¡Paciencia! </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un oficial con varios soldados se adelantaron. Reguera les habló y oí contestar al oficial: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Imposible pasar más adelante. Habrá que quedar ahí hasta el amanecer. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Escogimos para reposar un escampado bajo un gran ahuehuete. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">De más decir que yo no podía dormir. Yo había terminado mi tabaco y pedí a Reguera. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Tengo -me dijo- , pero con mariguana. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Acepté, pero con miedo, pues conozco los efectos de esa yerba embrujadora, y me puse a fumar. En seguida el cura roncaba y yo no podía dormir. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Todo era silencio en la selva, pero silencio temeroso, bajo la luz pálida de la luna. De pronto escuché a lo lejos como un quejido largo y aullante, que luego fue un coro de aullidos. Yo ya conocía esa siniestra música de las selvas salvajes: era el aullido de los coyotes. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me incorporé cuando sentí que los clamores se iban acercando. No me sentía bien y me acordé de la mariguana del cura. Si sería eso... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Los aullidos aumentaban. Sin despertar al viejo Reguera, tomé mi revólver y me fui hacia el lado en donde estaba el peligro. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Caminé y me interné un tanto en la floresta, hasta que vi una especie de claridad que no era la de la luna, puesto que la claridad lunar, fuera del bosque era blanca, y ésta, dentro, era dorada. Continué internándome hasta donde escuchaba como un vago rumor de voces humanas alternando de cuando en cuando con los aullidos de los coyotes. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Avancé hasta donde me fue posible. He aquí lo que vi: un enorme ídolo de piedra, que era ídolo y altar al mismo tiempo, se alzaba en esa claridad que apenas he indicado. Imposible detallar nada. Dos cabezas de serpiente, que eran como brazos o tentáculos del bloque, se juntaban en la parte superior, sobre una especie de inmensa testa descarnada, que tenía a su alrededor una ristra de manos cortadas, sobre un collar de perlas, y debajo de eso, vi, en vida de vida, un movimiento monstruoso. Pero ante todo observé unos cuantos indios, de los mismos que nos habían servido para el acarreo de nuestros equipajes, y que silenciosos y hieráticamente daban vueltas alrededor de aquel altar viviente. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Viviente, porque fijándome bien, y recordando mis lecturas especiales, me convencí de que aquello era un altar de Teoyaomiqui, la diosa mexicana de la muerte. En aquella piedra se agitaban serpientes vivas, y adquiría el espectáculo una actualidad espantable. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me adelanté. Sin aullar, en un silencio fatal, llegó una tropa de coyotes y rodeó el altar misterioso. Noté que las serpientes, aglomeradas, se agitaban; y al pie del bloque ofídico, un cuerpo se movía, el cuerpo de un hombre: Mister Perhaps estaba allí. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Tras un tronco de árbol yo estaba en mi pavoroso silencio. Creí padecer una alucinación; pero lo que en realidad había era aquel gran círculo que formaban esos lobos de América, esos aullantes coyotes más fatídicos que los lobos de Europa. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Al día siguiente, cuando llegamos al campamento, hubo que llamar al médico para mí. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pregunté por el Padre Reguera. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-El Coronel Reguera -me dijo la persona que estaba cerca de mí- está en este momento ocupado. Le faltan tres por fusilar.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-69304203271541229732011-02-08T14:30:00.000-08:002011-02-08T14:30:43.397-08:00"AL OTRO LADO DE LA PARED" (Ambrose Bierce)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg7x7UuOqfJZO_FSDIy1wDTh5N55dqmhP7_19SR73YUdv-Ulf0UBdFa4512r8B4pU18esbdS9qt25yXdOi13hrARD4CWcQ7xL5Ejb1A7yxJ-DTHDJz6ZFaoQOIT5_NVB16DRFnXh3lqRy3m/s1600/bierce_young.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" h5="true" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg7x7UuOqfJZO_FSDIy1wDTh5N55dqmhP7_19SR73YUdv-Ulf0UBdFa4512r8B4pU18esbdS9qt25yXdOi13hrARD4CWcQ7xL5Ejb1A7yxJ-DTHDJz6ZFaoQOIT5_NVB16DRFnXh3lqRy3m/s320/bierce_young.jpg" width="307" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente. Se trata, simple y llanamente, de una ley. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo. Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían dentro de la región conocida y considerada como certeza. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo: una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irregulares ráfagas de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble. El cochero encontró el lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa, bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la oscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a causa del temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna, lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar al descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibido más adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo, la idea de su posible inhospitalidad desapareció. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante encorvado. Lo encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcionalmente grandes, centelleaban de un modo misterioso. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio que había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una gran sonrisa: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Te he desilusionado: <i>non sum qualis eram</i>.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aunque no sabía qué decir, al final señalé: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sonrió de nuevo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-No -dijo-, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero, por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo. ¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los ojos con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado que me encontraba por su presagio de muerte. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de sernos útil -observé-, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio. De repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba de un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía del muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano, pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua; creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de comunicación de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi mirada no debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una expresión que no soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Por favor, vuelve a sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Lo siento -dije-, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Es muy gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había en la pared de la que provenía el ruido. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Mira. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la pared totalmente desnuda de la torre. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme, pues ello daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado que no había nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no lo había explicado todavía. Su silencio resultaba irritante y ofensivo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Querido amigo -dije, me temo que con cierta ironía-, no estoy dispuesto a poner en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros para sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún son de carne y hueso. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">No fue una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna reacción especial hacia ella. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Te ruego que no te vayas -observó-. Agradezco mucho tu presencia. Admito haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche. Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento toda la historia. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el monólogo de Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Hace diez años -comenzó-, estuve viviendo en un apartamento, en la planta baja de una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill. Esa zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia, en parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto de nuestros ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La hilera de casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín, separado del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido con precisión matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la verja a la puerta. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no, no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda la hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su expresión en aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia ante la imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa. Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi rudeza y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza incomparable me inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería haber sido. Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier otro día habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la media tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no apareció. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al día siguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mirada demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamente. Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de evidente reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados, un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chica no pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y supe algo acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, una gruesa señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La unión con aquella familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros y estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle. Sé que este tipo de consideraciones son fácilmente censurables y no me encuentro preparado para defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a lo largo de generaciones, deberían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar como atenuante el mandato imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un enlace de este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además, como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora que esta mujer. El amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despertar? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban huir, pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer -y con gran esfuerzo- era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros fortuitos en el jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera. Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared. Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil, por lo que tuve el decoro de desistir. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer los libros y de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me permitía, di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría yo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestaciones cesaron. «Está enfadada -me dije- porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»; entonces decidí buscarla y conocerla y... Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella, pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi ventana, pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había marchado; pero no intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que tenía una tremenda ojeriza desde que me habló de la chica con menos respeto del que yo consideraba apropiado. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron: uno, dos, tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto, escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entraba: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»-Buenos días, señor Dampier -dijo-; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo que fuera. No debió captarlo porque continuó: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas enferma y ahora... </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Casi salto sobre ella. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»-Y ahora... -grité-, y ahora ¿qué? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»-Está muerta. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido -éste fue su último deseo- que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella. Y en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentar restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de almas que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios que sugieren recuerdos y augurios de condenación? </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">»Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la que habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.»</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: maroon;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza y remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.</span> </span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-16843293889715526562011-02-07T09:41:00.000-08:002011-02-07T09:41:22.324-08:00"EL CUENTO DEL NIÑO MALO" (Mark Twain)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgx3CltI9fL7n5CmUxJKqsvKBxuUYgYUhciJOqDOKc0RvRzv-xpQd0JQQbsXo7906SdB0AovQc-AvDkRRhYgB5Rrw93396SZou1y_hT0hazjhGeDckpuK55KufDYG8JpO04Imqx89xd-vje/s1600/Mark+Twain.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" h5="true" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgx3CltI9fL7n5CmUxJKqsvKBxuUYgYUhciJOqDOKc0RvRzv-xpQd0JQQbsXo7906SdB0AovQc-AvDkRRhYgB5Rrw93396SZou1y_hT0hazjhGeDckpuK55KufDYG8JpO04Imqx89xd-vje/s320/Mark+Twain.jpg" width="203" /></a></div><br />
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que éste se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.<br />
<br />
Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.<br />
<br />
La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan para que se duerman con su voz dulce y lastimera; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim, y su mamá no estaba enferma, ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.<br />
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Antes por el contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partiera la nuca no se perdería gran cosa. Sólo conseguía acostarlo a punta de cachetadas, y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas.<br />
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Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero acto seguido... no se sintió mal, ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este tipo de cosas les sucede a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “de rechupete”; metió la brea, y dijo que ésta también estaría de rechupete, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró. <br />
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Una vez se encaramó en un árbol, donde Acorn, el granjero, a robar manzanas, y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando éste lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro... nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres en sacoleva, sombrero de copa y pantalones hasta las rodillas, y de mujeres con vestidos que tienen la cintura debajo de los brazos, y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en la clase de religión.<br />
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Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo metió en la cachucha a George Wilson... el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto para pasmo de todos, un juez de paz de peluca blanca, que dijera indignado: “No castigue usted a este noble muchacho... ¡Aquél es el solapado culpable!: pasaba yo junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo”. Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó y armó un lío, de manera que George, el niño modelo, recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes, detestaba a los muchachos sanos, y decía que éste era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente.<br />
<br />
Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga: y a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí..., ésa debe ser la razón.<br />
<br />
Nada malo le pasaba. Llegó incluso hasta el extremo de darle una tableta de tabaco a un elefante del zoológico, y éste no le dio en la cabeza con la trompa. Esculcó la despensa buscando esencia de hierbabuena, y no se equivoco ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su salud.<br />
<br />
Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la comisaría.<br />
<br />
Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora.</span>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-85566009870093852372011-02-06T06:15:00.000-08:002011-02-06T06:15:14.237-08:00"LA TRUQUEADA" (Serafín J. García)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhwV6509IYNa24G2QfoXiSnyxiZRJRP3T_fP1YbpGTUu9OlgyJzXvIpRRNhZGGlUwyeNlvyTzPg1qar2LzuihAxVMJp2qdj9y6u13rxE3VAbUunMX4SbLwB56Z99qUUPaWNIlj9aPcANDsA/s1600/SERAFIN+J+GARCIA.JPG" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" h5="true" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhwV6509IYNa24G2QfoXiSnyxiZRJRP3T_fP1YbpGTUu9OlgyJzXvIpRRNhZGGlUwyeNlvyTzPg1qar2LzuihAxVMJp2qdj9y6u13rxE3VAbUunMX4SbLwB56Z99qUUPaWNIlj9aPcANDsA/s320/SERAFIN+J+GARCIA.JPG" width="226" /></a></div><br />
<span style="font-family: Verdana; font-size: x-small;">Mientras trotaba aquel domingo rumbo a la pulpería del Tatú, donde se había dado cita con el Tigre, el Lobo y el Carpincho, a fin de truquear un rato, Juan el Zorro iba maquinando la forma de burlarse del prepotente felino y ganarle de paso algunos pataconcitos, que buena falta le hacían, pues andaba poco menos que en harapos y necesitaba comprarse urgentemente botas, bombacha, poncho y otras prendas de vestir, para esperar bien pertrechado el invierno que ya se aproximaba.<br />
Después de reflexionar en silencio largo rato preguntó al Ñandú, que como siempre servíale de pingo, y que acuciado por la insaciable voracidad que lo caracterizaba sólo pensaba en llegar cuanto antes a destino, con la esperanza de poder echarse alguna cosa al buche.<br />
-¿Sabés jugar al truco, Patas Largas?<br />
-¡Di ande, hermano! A la escoba'e quince, y gracias. Y eso mesmo porque me la enseñó la patrona cuando yo ricién había agarrao el nido, pa que no me aburriese demasiado de estar tanto tiempo quieto.<br />
-¡Si serás pajuate! Un juego tan lindo y tan criollo como el truco y nunca haberte dao por aprenderlo. ¡Eso es indigno de un oriental, canejo!<br />
-Vos pensás de ese modo porque tenés alma'e timbero, Juancito. Pero pa mí me resulta mucho más entretenido andar picoteando alguna cosita por ahi que perder la salú y el tiempo en las carpetas.<br />
Ya iba el Zorro a contestarle un disparate, fastidiado de verlo tan insípido, cuando lo desviaron del tema unos chillidos desesperados que procedían de un pajonal cercano. Y al aproximarse a averiguar la causa de ellos, vió una enorme culebra de las llamadas parejeras, que reptando sigilosamente avanzaba hacia un pequeño Ratón ya hipnotizado por sus malignos ojos, con el siniestro propósito de engullirlo.<br />
Sin vacilar un segundo, Juan enarboló su rebenque y le gritó al ofidio en tono amenazador:<br />
-¿No tenés lástima de ese pobre bichito, desalmada? ¡Déjalo en paz y mandate a mudar de aquí en seguida si no querés que te encaje una paliza!<br />
Al oír tales palabras, la Culebra cambió al punto de rumbo sin chistar siquiera, desapareciendo velozmente entre el albardón de pajas donde tenía su cueva.<br />
Entonces el Ratón, aún tembloroso a causa del mayúsculo susto recibido, se dirigió hacia Juan para expresarle su agradecimiento y ponerse por entero a las órdenes de tan providencial salvador.<br />
El Zorro, luego de restarle importancia a la gauchada que le acababa de hacer, preguntóle si sabia jugar al truco. A lo que contestó sin titubear el roedor, ya recobrado totalmente su aplomo:<br />
-¿Cómo no viá saber, amigo, siendo oriental legítimo como soy? Y hasta me tengo por uno de los mejores trúqueros de este pago, aunque me estea mal decirlo.<br />
-Pues entonces pronto tendrá ocasión de pagarme el favor que le empresté, compañero. Suba en ancas y vamos pa la pulpería, que yo por el camino le diré lo que usté tiene que hacer. Y hasta es posible que, si lo hace bien, se gane algunos riales pa comprarse un poco'e queso, tocino, o cualquier otro'e sus manjares predilectos.<br />
Sin aguardar que le repitieran la invitación, trepóse ágil el Ratoncillo por una de las patas del Ñandú y se enancó con Juan.<br />
Y mientras el zancudo reanudaba la marcha a un trote más ligero, árido por recuperar el tiempo perdido en la incidencia del camino, dió el Zorro minuciosas instrucciones a su protegido, que vivaracho como era, pronto comprendió el diabólico plan en el cual habría de ser el mismo actor principalísimo.<br />
Cuando Juan entró en la pulpería ya lo estaban esperando el Tigre y sus compinches, con quienes habíase confabulado de antemano el Overo para ganarle al truco de cualquier manera, aun a costa de trampas. El Carpincho, que sería el compañero del Zorro, incurriría en toda clase de chamboneadas, comprometiéndose hasta a negar alguna flor, si fuera necesario, y recibida por su colaboración un tercio de las ganancias obtenidas.<br />
Luego de los saludos de rigor, sentáse Juan en la rueda. Pero antes de comenzar a dar cartas dijo el Tigre:<br />
-El truco, como todos los juegos, señores, es mucho más divertido cuando se juega por plata, ¿no es verdá? Estoy seguro de que usté, compadre Carpincho, que es un criollo taura, no se va a andar achicando por peso más o menos que le puedan ganar en la carpeta. Y lo mesmo puedo decir de Juancito, que a más de su reconocida liberalidá es un truquero mentao, capaz de sacudirse mano a mano con el propio Mandinga y no dejarlo hacer baza ni con el dos de la muestra. ¿Qué les parece entonces si jugamos cada partido a cinco patacones por cabeza?<br />
-Yo, por mi parte, acepto la propuesta de compadre Tigre -respondió el Carpincho mientras liaba cachazudamente un cigarro.<br />
Y el Zorro, luego de echar una furtiva ojeada hacia el tirante, desde donde el Ratoncito -que habíase encaramado allí sin que nadie lo advirtiera- le hacía graciosos guiños de inteligencia, expresó también su conformidad diciendo:<br />
-Y yo no viá ser menos que mi compañero. Baraje y déame a cortar ese mazo, don Tigre, que estoy desiando alivianarle el cinto.<br />
Hizo el aludido lo que se le pedía y el juego comenzó, seguido y comentado animadamente en todas sus incidencias por el Lagarto, el Carancho, el Chimango, y demás parroquianos habituales de la pulpería.<br />
Desde las primeras de cambio, Juan se puso a improvisar versitos ingeniosos, que los mirones celebraban con estentóreas risas, lo cual iba poco a poco agriando el humor del Tigre, siempre envidioso de cualquier éxito que no fuera el suyo.<br />
Deslizándose veloz por encima del tirante, el Ratón se desplazaba de uno al otro extremo, a fin de "orejear" sucesivamente las cartas del Overo y del Lobo y hacerle luego las señas respectivas a su cómplice, que dominando de esa manera el juego aceptaba o rehuía los envites, los retrucos y las contraflores, según su conveniencia, alardaando en cada oportunidad del buen "palpite" con que la Providencia habiale dotado.<br />
En cierta ocasión tocóle en suerte al felino una flor integrada por el dos, el "perico" y la "perica". Y satisfecho por tan magnífico obsequio del azar quizo a su vez lucirse con un verso, al tiempo que se "achicaba" para esperar el desafío de sus adversarios:<br />
<br />
Flores de todo tamaño<br />
en el mundo conocí,<br />
pero por humilde y chica<br />
prefiero la del bibí.<br />
<br />
Juan, que tenía casualmente en su poder el cuatro y el cinco de la muestra acompañado de un siete, lo que formaba también una flor de cuarenta y cuatro puntos, al igual que la del Tigre, contestó con otro verso:<br />
<br />
Todas las flores me gustan<br />
y a ninguna he preferido;<br />
me basta con la que tengo<br />
pa decir: con flor envido!<br />
<br />
Al Overo le temblaron los bigotes al oír aquellas palabras. Y echándose hacia atrás en el asiento gritó, seguro de su triunfo:<br />
-¡Contra flor el resto, maula!<br />
El Zorro miró el tirante, fingiendo meditar, y advirtió que el Ratoncillo le hacía desesperadas señas para que no aceptara el reto. Arrojó entonces sobre la mesa sus cartas y dijo muy campante:<br />
-Ya ve, don Tigre: le disparo con cuarenta y cuatro. Es un palpite, ¿sabe? Como usté es mano y lo veo tan resuelto, me ha dentrao el chucho. Si es de chambón esta aflojada, mi compañero me sabrá disculpar...<br />
Furioso al ver que el contrario se le había escapado, y que además mofábase de él, el Tigre vació de un trago su copa y le pidió otra al pulpero.<br />
Al cabo de un ratito "echó una falta con negras" solamente. Y el Zorro, que lo sabía por su aliado, aceptó el desafío y le ganó con sólo veintidós puntos, aprovechando que el Lobo y el Carpincho se habían "ido a baraja".<br />
Esto indujo al felino a seguir empinando el codo con mayor frecuencia, perdido ya por completo el contralor de sus nervios.<br />
En otra oportunidad en que el Overo intentó "mentir" de nuevo, llegó Juan a darse el lujo de ganarle el "valecuatro" con el as de copas contra un rey. Y así sucesivamente fuéle infligiendo derrota tras derrota y enardeciéndole con bromas cada vez más picantes, que los espectadores no cesaban de aplaudir.<br />
Ya muy borracho y con la sangre hirviendo, levantóse al fin el Tigre, pagó el montón de pesos que acababa de perder y se dirigió al palenque, donde su pingo "Rejucillo" lo aguardaba piafando con impaciencia. Pero antes de montar oyó la voz de Juan que le gritaba, entre grandes risotadas:<br />
-¡Mal pal juego, bien pal amor, don Tigre! ¡Consuélese pensando en ese viejo dicho! ¡Y si otra vez truquea por plata eche un vistazo p'arriba'e cuando en cuando, porque si es cierto que las paredes tienen oídos, suelen también tener ojos los tirantes!...</span>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-85569437027352229032011-02-05T10:12:00.000-08:002011-02-05T11:15:06.307-08:00"LO MESMO DA" (Javier de Viana)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"></div><div align="justify" style="line-height: 100%; margin-left: 0px; margin-right: 0px; text-indent: 0px;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgAb6b4TeOLdhiH-M4-IKggu2PQ8BzL7_BvSdgYbDIRyk6_aDphl-BN56AIcayHhp1_7leIayePBeL0QVbnryhvw4V8yJKxqXkLM2AjSDN63v6H_LU1tH7N6xdra_o1UMgHxfQFgb8Iyy-W/s1600/JAVIER+DE+VIANA.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" h5="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgAb6b4TeOLdhiH-M4-IKggu2PQ8BzL7_BvSdgYbDIRyk6_aDphl-BN56AIcayHhp1_7leIayePBeL0QVbnryhvw4V8yJKxqXkLM2AjSDN63v6H_LU1tH7N6xdra_o1UMgHxfQFgb8Iyy-W/s1600/JAVIER+DE+VIANA.jpg" /></a></div><br />
</div><div align="justify" style="line-height: 100%; margin-left: 0px; margin-right: 0px; text-indent: 0px;"><div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 10pt;"><span style="font-family: Calibri;">El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos higueras frondosas. Un pampero -hacía añares- le torció los horcones y le ladeó el techo, que fue a quedar como chambergo de compadre: requintado y sobre la oreja.<br />
<br />
No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.<br />
<br />
Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.<br />
<br />
Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladeado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel del pelecheo.<br />
<br />
Sin embargo, en aquel domingo de otoño, blanco, diáfano, insípido como clara de huevo, la chiquilina agitábase en singular preocupación. El seno opulento batía con rabia dentro de la jaula de hierro del corsé; las piernas nerviosas hacían crujir la zaraza de la polera acartonada con el baño de almidón: el rostro, que tenía el color y la aspereza de los duraznos pintones, resultaba un tanto pálido, emergiendo del fuego de una golilla de seda roja; los renegridos cabellos, espesos como almácigo, rudos, indómitos, hacían esfuerzos de potro por libertarse de las horquillas, y las peinetas que los oprimían; las pupilas tenían el oscuro, misterioso y hondo, del agua dormida en la lejana entraña del pozo; y los labios, color de ladrillo viejo, apetitosos como "picana" de vaquillona, se estremecían de vez en cuando, con un estremecimiento semejante al de un pedazo de pulpa arrancado de la res recién muerta.<br />
<br />
Tan preocupada hallábase junto al fogón de la pequeña cocina, que la leche puesta a hervir en el caldero, subió, rebasó y cauyó en las brasas, chillando y hediendo, sin que ella lo advirtiese, hasta que doña Casimira sintiendo el tufo le gritó desde el patio:<br />
<br />
-¡Que se quema la leche, avestruza!...<br />
<br />
Maura atendió en seguida, porque su madre la llamaba a veces perra, baguala, yegua, anímala, pero cuando le decía avestruza, es que estaba furiosa, y casi siempre acompasaba el insulto con una bofetada o de un tirón de las mechas.<br />
<br />
En realidad, sobrábanle motivos a la chica para encontrarse preocupada, ese mismo domingo, apenas se instalara la noche, debía abandonar aquellos tres viejos queridos -su padre, su madre y el rancho- entre los cuales había nacido y crecido.<br />
<br />
-¡Y al menos fuese tal el único causante de su incertidumbre dolorosa!... Ella sabía bien que todos los pichones, una vez emplumados, alzan el vuelo y abandonan el nido en cumplimiento de la ley natural ... Pero había más: había una duda atroz taladrando su pequeño ce-rebro de bruto. ¿Amaba, realmente a Liborio?... Evocando su imagen, su sola imagen, le parecía que sí; pero ocurríale que, al evocarla, no tardaba en presentarse; sin ser llamada, la imagen de Nemesio, y ya entonces el juicio vacilaba, enturbiado.<br />
<br />
A cualquiera le pasaría lo mismo, porque Liborio la seducía con sus bucles azafranados, con su voz más dulce que miel de camoatí, con sus languideces de felino y con su fama de cuatrero guapo, peleador de policías; pero también Nemesio era bulto que daba sombra en el corral del alma.<br />
<br />
Nemesio era casi indio y feo de un todo. Era más duro que una piedra colorada y mejor era tocar una ortiga que tocarlo a él. Hablaba muy poco y casi no se le entendía lo que hablaba, porque las palabras, al salir de su boca, se enredaban en los enormes bigotes y se convertían en ruido. Tenía un cuerpo grandísimo y una cabecita chiquita y redonda, poblada de pelos rígidos, parecida a una tuna de esas que se crían en el campo, sobre las piedras.<br />
<br />
Empero, Nemesio era sargento de policía. La casaquilla militar, el Kepis, las jinetas y el sable -sobre todo el sable- le daban un prestigio acentuado por los dos hombres que siempre, en todas partes, dotaban respetuosamente a su retaguardia. Era un poco "gobierno", puesto que llevaba uniforme y espada y mandaba.<br />
<br />
Hacía tiempo que el sargento y el bandolero codiciaban con idéntico apetito a la pichona de don Tiburcio y ella no sabía por quién decidirse. Pero Liborio, más atrevido, sin duda le dijo el lunes que se aprontase porque el domingo la iba a "sacar". Y ella...¿qué iba a hacer?... Aceptó no más.<br />
<br />
Y llegó el domingo. Liborio lo había elegido, aprovechando la circunstancia de que Nemesio, con toda la policía, debía hallarse al servicio en las carreras grandes que se corrían en el negocio del gallego Pérez. Maura intentó resistir aplazando la "juida", pero el mozo le dijo brutalmente:<br />
<br />
-¿Para qué?... Lo que se ha de empeñar no carece fecha y el agua se saca cuando se tiene sé!...<br />
<br />
-Apronta tus trapos y espérame al oscurecer debajo de las higueras!...<br />
<br />
¿Y ella qué iba a hacer?<br />
<br />
La noche era oscura, oscura y sin más guía que el instinto, Liborio avanzaba al trote, llevando a la grupa de su tordillo la carga preciosa de la morocha.<br />
<br />
No hablaban. Él iba soñando: ella iba haciendo cálculos, esos cálculos chiquitos que hacen los brutos en los momentos solemnes.<br />
<br />
De pronto, el gaucho sofrenó el caballo: había oído, hacia su derecha, ruido de gentes y de sables.<br />
<br />
-¡La polecía! -rugió-. Y me vienen ganando el paso!... ¡Sabandija!... Pero lo mesmo da' vandiaremos por la laguna!...<br />
<br />
-¡Por la laguna! -gritó Maura asustada.<br />
<br />
-No tengas miedo, china; p'algo es tordillo mi flete: boya mesmo que un bote!...<br />
<br />
Diez minutos después se detenían al borde de una laguna ancha y siniestra en la quietud de la noche.<br />
<br />
-¡Tengo miedo!... ¡tengo miedo!... -gimoteaba Maura. Y él:<br />
<br />
-No se asuste, prenda. Agárreseme del lomo y cierre los ojos.<br />
<br />
-¡Nosaugamos, Liborio!...<br />
<br />
-¿Ande has visto augarse una nutria?... Agárrate y tené confianza, ya que ande pasa un pescao, pasaremos mi tordillo y yo!...<br />
<br />
Cerca, cerquita, resonaban los cascos de los caballos de los perseguidores y se oía claro el repiqueteo de los sables. El matrero, abandonando el tono cariñoso, ordenó con acento brutal:<br />
<br />
-¡Vamos!... Y espoloneando el tordillo, se lanzó a las aguas. La china, con brusco ademán, tiróse al suelo y cuando Liborio salió a flote, volvió la cabeza y lanzó a las sombras el más sangriento de los apóstrofes gauchos.<br />
<br />
Casi en seguida atronó una descarga de fusilería... El matrero bramó como un puma herido, soltó las crines del tordillo y se hundió en las aguas muertas de la laguna...<br />
<br />
El sargento Nemesio al verlo desapa-recer dijo:<br />
<br />
-Carniza pa las tarariras.<br />
<br />
Y luego, volviéndose hacia Maura, que permanecía en cuclillas, muerta de miedo, la castigó con una palabra fea y levantó el rebenque para pegarle.<br />
<br />
Ella se cubrió el rostro con el brazo, en actitud de gata miedosa. El se desbordó en groserías; pero poco a poco fue enterneciéndose por dentro, y como no sabía ser tierno con las palabras, le dio un beso.<br />
<br />
Maura lloró y él le dijo:<br />
<br />
-¿Querés venir conmigo?...<br />
<br />
-Ella calculó todas esas cositas chicas que permiten vivir; pero que muerto Liborio se simplificaba su problema y respondió lagrimeando:<br />
<br />
-Güeno.<br />
<br />
Y después, mirándolo a la cara, confesó ingenuamente:<br />
<br />
-¡Lo mesmo da!...</span></div></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com8tag:blogger.com,1999:blog-7537842191892060312.post-30414160207152908302011-02-03T16:24:00.000-08:002011-02-03T16:24:35.988-08:00"PEQUEÑA PARÁBOLA DE “CHINDO” PERRO DE CIEGO" (Camilo José Cela)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgfo_yee7D-omB9WjY4m6tn2aifusbHngeOK-3MJ-Nwvcd6NzG7VLHL-1geVKA1m-nB0lTxASBH0ax9I6rOvuaVc3mV-FvqFLvAC2rzw1nx95Mv1QDjqsEEO0H1ERLaOBEf_A1tnUneLfzV/s1600/Camilo+Jos%25C3%25A9+Cela.bmp" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" h5="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgfo_yee7D-omB9WjY4m6tn2aifusbHngeOK-3MJ-Nwvcd6NzG7VLHL-1geVKA1m-nB0lTxASBH0ax9I6rOvuaVc3mV-FvqFLvAC2rzw1nx95Mv1QDjqsEEO0H1ERLaOBEf_A1tnUneLfzV/s1600/Camilo+Jos%25C3%25A9+Cela.bmp" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">“Chindo” es un perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos. Es rabón y tiene la piel sin lustre, corta la alzada, flácidas las orejas. “Chindo” es un perro hospiciano y sentimental, arbitrario y cariñoso, pícaro a la fuerza, errabundo y amable, como los grises gorriones de la ciudad. “Chindo” tiene el aire, entre alegre e inconsciente, de los niños pobres, de los niños que vagan sin rumbo fijo, mirando para el suelo en busca de la peseta que alguien, seguramente, habrá perdido ya. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">“Chindo”, como todas las criaturas del Señor, vive de lo que cae del cielo, que a veces es un mendrugo de pan, en ocasiones una piltrafa de carne, de cuando en cuando un olvidado resto de salchichón, y siempre, gracias a Dios, una sonrisa que sólo “Chindo” ve. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">“Chindo”, con la conciencia tranquila y el mirar adolescente, es perro entendido en hombres ciegos, sabio en las artes difíciles del lazarillo, compañero leal en la desgracia y en la obscuridad, en las tinieblas y en el andar sin fin, sin objeto y con resignación. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">El primer amo de “Chindo”, siendo “Chindo” un cachorro, fue un coplero barbudo y sin ojos, andariego y decidor, que se llamaba Josep, y era, según decía, del caserío de Soley Avall, en San Juan de las Abadesas y a orillas de un río Ter niño todavía. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Josep, con su porte de capitán en desgracia, se pasó la vida cantando por el Ampurdán y la Cerdaña, con su voz de barítono montaraz, un romance andarín que empezaba diciendo: </span></div><blockquote><blockquote><blockquote><br />
<dl><dt><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Si t´agrada córrer mon, </span></div></dt>
<dt><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">algun dia, sense pressa, </span></div></dt>
<dt><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">emprèn la llarga travessa </span></div></dt>
<dt><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">de Ribes a Camprodon, </span></div></dt>
<dt><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">passant per Caralps i Núria, </span></div></dt>
<dt><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">per Nou Creus, per Ull de Ter </span></div></dt>
<dt><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">i Setcases, el primer </span></div></dt>
<dt><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">llogaret de la planúria. </span></div></dt>
</dl></blockquote></blockquote></blockquote><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">“Chindo”, al lado de Josep, conoció el mundo de las montañas y del agua que cae rodando por las peñas abajo, rugidora como el diablo preso de las zarzas y fría como la mano de las vírgenes muertas. “Chindo”, sin apartarse de su amo mendigo y trotamundos, supo del sol y de la lluvia, aprendió el canto de las alondras y del minúsculo aguzanieves, se instruyó en las artes del verso y de la orientación, y vivió feliz durante toda su juventud. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pero un día… Como en fábulas desgraciadas, un día Josep, que era ya muy viejo, se quedó dormido y ya no se despertó más. Fue en la Font de Sant Gil, la que está sota un capelló gentil. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">“Chindo” aulló con el dolor de los perros sin amo ciego a quien guardar, y los montes le devolvieron su frío y desconsolado aullido. A la mañana siguiente, unos hombres se llevaron el cadáver de Josep encima de un burro manso y de color ceniza, y “Chindo”, a quien nadie miró, lloró su soledad en medio del campo, la historia -la eterna historia de los dos amigos Josep y “Chindo”- a sus espaldas y por delante, como en la mar abierta, un camino ancho y misterioso. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">¿Cuánto tiempo vagó “Chindo”, el perro solitario, desde la Seo a Figueras, sin amo a quien servir, ni amigo a quien escuchar, ni ciego a quien pasar los puentes como un ángel? “Chindo”contaba el tránsito de las estaciones en el reloj de los árboles y se veía envejecer -¡once años ya!- sin que Dios le diese la compañía que buscaba.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Probó a vivir entre los hombres con ojos en la cara, pero pronto adivinó que los hombres con ojos en la cara miraban de través, siniestramente, y no tenían sosiego en le mirar del alma. Probó a deambular, como un perro atorrante y sin principios, por las plazuelas y por las callejas de los pueblos grandes -de los pueblos con un registrador, dos boticarios y siete carnicerías- y al paso vio que, en los pueblos grandes, cien perros se disputaban a dentelladas el desmedrado hueso de la caridad. Probó a echarse al monte, como un bandolero de los tiempos antiguos, como un José María el Tempranillo, a pie y en forma de perro, pero el monte le acuñó en su miedo, la primera noche, y lo devolvió al caserío con los sustos pegados al espinazo, como caricias que no se olvidan. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">“Chindo”, con gazuza y sin consuelo, se sentó al borde del camino a esperar que la marcha del mundo lo empujase adonde quisiera, y, como estaba cansado, se quedó dormido al pie de un majuelo lleno de bolitas rojas y brillantes como si fueran de cristal. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Por un sendero pintado de color azul bajaban tres niñas ciegas con la cabeza adornada con la pálida flor del peral. Una niña se llamaba María, la otra Nuria y la otra Montserrat. Como era el verano y el sol templaba el aire de respirar, las niñas ciegas vestían trajes de seda, muy endomingados, y cantaban canciones con una vocecilla amable y de cascabel. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">“Chindo”, en cuanto las vio venir, quiso despertarse, para decirles: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">-Gentiles señoritas, ¿quieren que vaya con ustedes para enseñarles dónde hay un escalón, o dónde empieza el río, o dónde está la flor que adornará sus cabezas? Me llamo “Chindo”, estoy sin trabajo y, a cambio de mis artes, no pido más que un poco de conversación. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">“Chindo” hubiera hablado como un poeta de la Edad Media. Pero “Chindo” sintió un frío repentino. Las tres niñas ciegas que bajaban por un sendero pintado de azul se fueron borrando tras una nube que cubría toda la tierra. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">“Chindo” ya no sintió frío. Creyó volar, como un leve vilano, y oyó una voz amiga que cantaba: </span></div><blockquote><blockquote><blockquote><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Si t´agrada córrer mon, <br />
algun dia, sense pressa… </span></div></blockquote></blockquote></blockquote><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">“Chindo”, el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos, estaba muerto al pie del majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían de cristal. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="color: black; font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Alguien oyó sonar por el cielo las ingenuas trompetas de los ángeles más jóvenes.</span></div>ALNEhttp://www.blogger.com/profile/06059629241082898145noreply@blogger.com2